lunes, 15 de marzo de 2010

Gustav Mahler

Por José Miguel Odero

En mayo de 1897 llegaba a Viena, capital del Imperio austrohúngaro, el nuevo director de la Opera Real. Se llamaba Gustav Mahler . Los entendidos que conocían sus composiciones hablaban de una «música metafísica»; se afirmaba que Mahler era un filósofo de la sinfonía y un místico. En aquella Viena cosmopolita donde convivían en inestable tensión Freud y Hitler, Kafka y Wittgenstein, Klimt y Kokoschka, en aquella Viena embebida en un ambiente intelectual confuso que Schönberg describió como «danza macabra de principios estéticos y filosóficos», la vanguardia cultural prestó de pronto atención a Mahler y oyó una música distinta. Mahler amplificaba un anhelo vehemente del corazón del hombre contemporáneo, del hombre que añora oscuramente a Dios.

La bibliografía sobre Mahler es copiosa, como hombre de un siglo atormentado, no se deja comprender a primera vista. Su mundo interior tiene mucho de variopinto, de complejo, de contradictorio. Pero es cierto que por encima de los contrastes se hace evidente un rasgo vertebrante de su carácter: la dedicación casi religiosa, a la creación musical. La música era para Mahler algo divino, de valor intasable, algo que a toda costa debía crearse, no ya para satisfacer a los hombres sino para Dios mismo. Un año antes de morir, en diciembre de 1910, —recuerda su mujer— Mahler daba vueltas y más vueltas a este pensamiento, que conmovía: «Toda creación se adorna continuamente para Dios. Por lo tanto, todo el mundo tiene sólo un deber: ser en todo aspecto lo más hermoso posible a los ojos de Dios y del hombre. La fealdad es un insulto a Dios». Lo religioso transía, pues, la vida musical mahleriana.

A lo largo de toda su vida había mantenido una fuerte convicción sobre la existencia de Dios; se mostraba adversario decidido de cualquier materialismo, y veía que tales ideologías eran incompatibles con la continua experiencia que el músico hace de lo espiritual. Así escribía a Max Kalneck:
«No puedo comprender que Vd., con su alma de músico y de poeta, no crea en nada. ¿Qué es entonces lo que le otorga esa ligereza y esa libertad? ¿Es que el mundo deja de ser enigmático si se le hace descansar sólo sobre la materia?».
Quizá por haber cultivado esa intensa espiritualidad, Mahler se sintió especialmente atraído por la fe católica.

Aunque hebreo de nacimiento, en su Bohemia natal y luego en Moravia conoció desde pequeño la vida y liturgia de la Iglesia, cuando formaba parte del coro de la parroquia católica. Luego, durante la época de formación musical, en Praga y en Viena, Mahler asimiló la gran tradición musical y cultural europea, inspirada por la fe cristiana. Le impresionaba especialmente el Réquiem de Mozart y también el Te Deum de Bruckner .

La conversión

En 1897, mientras residía en Hamburgo, quiso bautizarse y ser católico. Esta decisión permitía que ocupase el puesto de Director de la Opera de Viena, pues los dignatarios de la corte austriaca alimentaban prejuicios antisemitas y posiblemente no hubiesen aceptado a Mahler en otro caso. Sin embargo, sería equivocado sospechar que Mahler se convirtió por oportunismo. Tal suposición, contraria a algunos significativos datos históricos, ofende además la grandeza de ánimo de la figura de Mahler . Así lo han puesto de relieve recientemente los más autorizados biógrafos del gran músico:
- «Hemos demostrado que, en esta decisión, él no se traicionaba a sí mismo, pues en el fondo de su corazón él se sentía tan cercano al catolicismo como al judaísmo de sus antepasados», (H. Lagrange);
- «Su bautismo no fue un evento ocasional ni oportunismo, porque fue preparado lentamente, sabiamente», (A. Principe).
- «Hoy día se puede desechar la pregunta sobre la autenticidad de los sentimientos cristianos de Mahler . ¿Qué nos autoriza a ponerlos en duda?», (C. Floros).

¿Qué factores prepararon la conversión de Mahler?

En 1891, un íntimo amigo suyo, S. Lipiner, judío como él, se bautizó. En 1892, Mahler, había escrito ya un texto que luego incorporaría a la Cuarta Sinfonía, bajo el título Das himmlische Leben, («La vida en el cielo»). Se trata de una recreación ingenua y encantadora de la vida futura en el Cielo, concebida como una gran fiesta popular, un gran banquete preparado por Santa Marta, donde no falta el buen vino y donde todos danzan y cantan al lado de San Pedro:

Kein Musik ist ja nicht auf Erden,
Die unsrer verglichen kann werden
(No hay música en la tierra
que iguale a la nuestra)
Die englischen Stimmen
Ermutern dic Sinncn,
Dass alles für Freuden erwacht!
(Las voces de ángeles
excitan los sentidos
a despertarse a la alegría).

En 1894 está ya acabada su Segunda Sinfonía, que Mahler titula Auferstehungssymphonie, la Sinfonía de la Resurrección. Es una profesión de fe en la resurrección de la carne. Mahler redacta personalmente los textos, glosando a Klopstock:

"¡He venido de Dios y quiero volver a Dios!
¡El amor de Dios me dará una luz que brillará para mí hasta la vida eterna!
(...) ¡Ten fe: no has nacido en vano, no has vivido ni sufrido en vano!
(...) ¡Deshecha el temor! ¡Prepárate para vivir!
(...) ¡Con alas que han conquistado para mí
me liberaré
en un ardiente impulso de amor hacia la Luz, que ningún ojo ha penetrado!
¡Moriré para vivir!
¡Resucitaré, sí, resucitaré!».

Sabemos por Natalia Bauer-Lechner que, meses antes de su bautizo, en 1896 Mahler charló largamente con su amigo Lipiner sobre Jesucristo, cuya figura conservaría siempre ante sus ojos un atractivo sin par. Más tarde Alma Mahler, su mujer, reconocerá que Mahler fue siempre creyente en Cristo. Esta y otras afirmaciones Alma Mahler se revelan de particular importancia si se considera que ella se consideraba a sí misma nietzscheana; no es de extrañar, pues, que la fe de Mahler, a través de éste y de otros testimonios (que provienen en su totalidad de amigos que se declaraban agnósticos) nos llegue desfigurada, como una imagen fría y paradójica. Máxime cuando Gustav Mahler era en este punto algo reservado.

La correspondencia de Mahler con su mujer, Alma, contiene algunos elementos muy significativos. Así, en 1901 la escribía desde Berlín:

«Es de lamentar que yo tenga que ausentarme otra vez, justamente en este momento. Me hace muy desdichado; sin embargo, es casi como la voz del Amo, el Maestro. (Digo esto para evitar decir «Dios», porque hemos hablado muy poco sobre este tema, y no podría soportar que entre nosotros hubiese meras frases). La voz nos incita a ser valientes sufridos, pacientes. Como ves, queridísima, necesitaremos esto durante toda nuestra vida; más aún, aunque oigamos la voz del Maestro en e1 trueno, es menester comprenderla».

Es probable que, al conocer luego la actitud hipercrítica de su mujer hacia la fe cristiana, Mahler decidiera que era preferible no abrirle en este tema su corazón sino de vez en cuando. Defendió ante ella «cálidamente» a Cristo, pero prefirió no seguir polemizando, sin renunciar a defender la fe. De hecho, éste fue el argumento de una de sus últimas cartas a Alma en junio de 1910. En ella trataba de hacer ante su mujer una «apologética» de Cristo, destacando la continuidad de su magisterio con la mejor filosofía platónica y el influjo decisivo del cristianismo en hacer ver que el Amor es el principio que está debajo del ser de las cosas. Mahler añadía que la fe cristiana es el misterio de cómo sólo «los niños son recipientes adecuados para la más maravillosa sabiduría de vida».

Un buscador inquieto

Federico Sopeña ha descrito la fe mahleriana como la «tragedia religiosa del escéptico que necesita del misterio para vivir».
La imagen de Mahler «escéptico» corresponde a la realidad de un Mahler lector incansable y anárquico, que pasa del Evangelio a las obras de Kant, que aprecia a un pensador tan hondamente cristiano como Dostoievsky, pero que cita también a Nietzsche; Mahler fue un catecúmeno inquieto que nunca recibió una catequesis íntegra y honda, proporcionada a su talante genial y a las hondas necesidades de su espíritu; Mahler fue un cristiano que vivió en ambientes artísticos casi totalmente secularizados, un creyente «robinsoniano» que no conoció el calor de la Iglesia y que a menudo sufrió en soledad el acoso de la duda. Pero Mahler fue también el inquieto buscador de Dios, el hombre purificado por el sufrimiento, un corazón enamorado de la bondad y de la belleza sin límites, un cristiano que habla a Hauptmann de Jesús y defiende públicamente ante Hugo Wolf la confesión sacramental; un creyente que vive «a su modo» la piedad cristiana. Alma Mahler reconoce que «se sentía atraído por el misticismo católico» y que amaba la fe «con un amor totalmente suyo». Por eso, «nunca podía pasar por una iglesia sin entrar en ella; amaba el olor del incienso y los cantos gregorianos".

El catolicismo de Mahler —se ha dicho— es en este punto perfectamente romántico y austriaco, como el de Mozart y el de Schubert. Su atracción por la fe católica se canalizaba a través de una cultura una estética hondamente inspirada por el espíritu cristiano; la fe cristiana de Mahler tiende a expresarse preferentemente mediante ese mismo vehículo cultural y artístico. Su mujer certifica que «sus canciones religiosas, la Segunda Sinfonía, la Octava y todas las corales de las sinfonías brotaban de su propia personalidad, no eran algo que le viniera de fuera». Y C. Floros añade: «uno siente con claridad que obras como la Segunda y la Octava Sinfonías arrastran consigo una filosofía de la Redención».

Muy ilustrativa de ello es una anécdota relatada por Alfred Roller. Mahler, interpelado sobre si proyectaba componer música para alguna Misa, respondió: «¿Cree Vd, que yo me atrevería? Bueno, ¿por qué no? Pero... no. Porque está el Credo...». Y Mahler comenzó entonces a recitar el Credo en latín. «No, a eso no me atrevo». Sin embargo, Roller explica que el mismo Mahler le mandó llamar en otra ocasión, mientras ensayaba en Munich la Octava Sinfonía, para recordarle aquella conversación. Mahler durante aquel ensayo aclaró: «Mire Vd., esta es mi Misa». En efecto, incorporando el texto del himno litúrgico Veni Sancte Spiritus a su Sinfonía, había incluido en ella un pequeño Credo o confesión de la fe en la Trinidad, el que remata como doxología dicho himno:
Per te sciamus da Patrem
Noscamus atque Filium
Te utriusque Spiritum
Credamos omni tempore.

Cuando estrenó en Munich esta Sinfonía, «todos los asistentes —afirma Bruno Walterestaban impresionados por una desacostumbrada dulzura de Mahler, de ordinario tan colérico a la hora de dirigir». En definitiva, la fe cristiana de Mahler fue una realidad. Aunque, como también precisa Roller, se trataba de algo muy elemental y poco desarrollado; «su fe era como la de un niño»; pero también era algo tan neto y vertebrante de la existencia como la fe de un niño: «la fe y el misticismo fundamentales que se expresan en todas las obras de Mahler son de una evidencia absoluta», (Lagrange).

Con la fe católica Mahler recibió el don de descubrir al Dios íntimo, presente en lo hondo del corazón humano, de modo que Dios «posee una certeza existencial mayor —afirmaba— que todo lo que se encuentra al exterior de nuestra vida íntima». En el Evangelio le fue revelada una verdad religiosa fundamental y decisiva: Dios es amor y donde hay verdadero amor allí está Dios. «Esta idea —afirma Roller aparecía una y otra vez en su conversación».
Se comprende que la segunda Parte de la Octava Sinfonía contenga, a través de las palabras del Fausto de Goethe, un canto inspiradísimo al Amor Todopoderoso capaz de salvar al hombre, y a ese vehículo privilegiado del Amor de Dios que es Santa María Virgen.

La fe cristiana de Mahler se manifestó de un modo conmovedor a la hora de la prueba del dolor. Pocas veces habrá sido el dolor mejor tratado como en los KindertotenliederCantos por los niños muertos») de Mahler. Fueron compuestos casi proféticamente poco antes de que su hijita mayor enfermara y muriera: «Sólo a mí me sucedió la desgracia, y el sol brilla para todos. No debes cerrar en ti la noche, sino profundizarla en Luz eterna. Se ha encendido una lucecita bajo mi tienda. ¡Bendita sea la Luz que alegra al mundo! (...) A menudo pienso que acaban de irse pero que pronto volverán a casa. ¡El día es hermoso, no temas! Sólo están dando un largo paseo (…) Pero en realidad nos han precedido y no volverán más a casa. ¡Los alcanzaremos allí, en aquella altura, a la luz del sol! El día es hermoso en aquella altura. (...) Ellos descansan, como en casa de su madre, ya no les da miedo ninguna tormenta, los protege la mano del Señor».

Los últimos meses de Mahler fueron duros. Le diagnosticaron una grave dolencia cardiaca. «El misterio de la muerte —afirma Bruno Walter había estado siempre presente en su espíritu, pero ahora se hacía palpable; en el universo de Mahler, en su misma vida planeaba ahora la sombra, siniestra y cercana. «Me voy a acostumbrar muy deprisa», me aseguró.
Das Lied von der Erde, («La canción de la Tierra») y la Novena Sinfonía, escritas las dos después del inicio de su enfermedad, son testimonios bastante elocuentes del valor con el que supo luchar, y de su victoria».

Testimonio espiritual

Mahler tuvo mucho miedo a la muerte y sufrió dudas de fe. Sin embargo, ¿quién sabe lo que sucedió en el alma de Mahler agonizante? En los últimos momentos de la agonía «sonrió y dijo dos veces: ¡Mozart! Sus ojos estaban muy abiertos».
El Réquiem de Mozart había sido precisamente la obra que más hondamente le impresionara en su adolescencia, cuando cantaba en el coro de una iglesia católica. Quizá en aquel momento vinieran también las estrofas de su Sinfonía Resurrección o las palabras del poema Des Knaben Wunderhorn que el mismo incorporó a su Tercera Sinfonía:
«¿Has faltado a los diez mandamientos?
Pues ponte de rodillas y reza a Dios.
Ama siempre a Dios
y alcanzarás el gozo celestial».

En cualquier caso, como testimonia su amigo Bruno Walter, Mahler ha dejado en la historia de la música contemporánea un hondo testimonio espiritual: «desde esta tierra, cuyos sufrimientos había hecho suyos, levantaba los ojos buscando a Dios. La relación entre música y religión constituía el fundamento mismo de su actitud religiosa. Algunos músicos —y algunos oyentes— no tienen conciencia del poder trascendental de la música, porque, aunque inmersos en un clima musical y siendo ellos mismos auténticos músicos, están desprovistos de cualquier testimonio religioso, incluso de cualquier conciencia religiosa. Los que, en cambio, se esfuerzan por penetrar más allá del velo terrestre, encontrarán en la música algo con lo cual sostener y afirmar su fe. Los pensamientos y las aspiraciones de Mahler tendían hacia ese otro mundo». Como un canto a la esperanza en la vida eterna se concluye precisamente su Canción de la tierra: «Amigo mío, ¡en este mundo no me ha sonreído la fortuna! ¿Dónde vas? Voy a vagar por las montañas. Busco paz para mi corazón solitario. Voy a mi patria, a mi ciudad. Y no me alejaré ya más de ella. ¡Mi corazón está silencioso y aguarda con ansia su hora! La dulce tierra vuelve a florecer y por todas partes verdea la primavera. ¡De nuevo! ¡Por todas partes y para siempre se iluminan azules los horizontes! Para siempre... para siempre...».

3 comentarios:

  1. La vida de Alma Mahler también es apasionante (y muy dura). Un beso,

    ResponderEliminar
  2. Gracias por esta maravillosa entrada. Me encanta Mahler, y me alegro mucho de leer esto.
    Seguiré paseando.
    Hasta pronto

    ResponderEliminar
  3. Gracias a ti por tu visita, Rosa.

    ResponderEliminar