domingo, 21 de marzo de 2010

Ars y tékne



Por Pablo Prieto

Arte viene del latín ars, que designa toda destreza o habilidad que se atiene a las leyes de un oficio (arte del orador, del alfarero, del soldado, del jurista, del geómetra, etc.). La tradición aristotélica lo define como “disposición racional para la producción” (recta ratio factibilium), es decir, el “saber-cómo” o conocimiento práctico mediante el cual el hombre transforma el mundo a su propia imagen. Este ars se aproxima a lo que actualmente entendemos por “técnica”, palabra que proviene del griego tékne que significa sustancialmente lo mismo que el ars latino.

En la antigüedad ars y tékne se traducían entre sí con facilidad, y esta equiparación perduró hasta la Edad Moderna. Cierto que en la Edad Media proliferaron las distinciones y clasificaciones, por ejemplo según si el arte requería esfuerzo físico (artes manuales o vulgares) o estaba libre de él (artes liberales). Pero lo esencial de la noción permanecía intacto, a saber: arte es la destreza que se ejerce según las reglas del oficio o tarea práctica correspondiente. Conviene notar que esta noción, a diferencia de la que surgirá en la Modernidad, se refiere ante todo a un tipo peculiar de actividad y sólo secundariamente a los objetos derivados de ella: cuadros, estatuas, edificios, etc.

Contemplación e inspiración

Paralelamente a este ars/tékne convive durante siglos la estética platónica, que liga la contemplación con la experiencia amorosa. El eros platónico, en efecto, es aquella pasión despertada en el alma por la contemplación de la belleza, que impulsa tanto a la superación moral como a la creación poética. Inspirada por esta conmoción amorosa el alma se encuentra como fuera de sí (éxtasis), endiosada (entusiasmo), arrebatada más allá de este mundo caduco y efímero, donde reinan las apariencias (1).
Tal planteamiento, como se ve, no es fácil de conciliar con el concepto de ars/tékne. Por un lado no parece que el ars tenga que ver con la experiencia amorosa; por otro, la contemplación platónica aspira a trascender el mundo material, mientras que el ars no sólo no renuncia a él, sino que se aplica con diligente empeño a trasformarlo. El nexo sutil que une ambos conceptos tardó muchos siglos en hacerse patente a la conciencia estética europea, concretamente hasta que en el siglo XVIII surge la noción moderna de arte.

El concepto ilustrado

La idea de arte que nos es familiar hoy proviene de la modernidad ilustrada (2).
En ella se entrelaza, como hemos dicho, la tradición aristotélica del ars/tékne con la platónica de la contemplación/inspiración. Este nuevo arte podríamos definirlo como aquella actividad práctica cuyo principio interno es la contemplación de la belleza descubierta y experimentada en la misma ejecución de la obra. La inspiración viene así a informar todo el proceso desde dentro: suscitándolo, conduciéndolo y culminándolo mediante una suerte de “libre necesidad”.

Al convertirse la contemplación de la belleza en elemento intrínseco de la realización práctica, la persona misma del artista queda implicada en cuanto tal en el proceso, lo que confiere al arte una dimensión ética antes desconocida. Ya no es sólo fácere (la poiesis aristotélica: elaboración, producción, to make etc) sino también ágere o praxis (obrar personal, invención, descubrimiento, compromiso, diálogo, etc). Ello abre posibilidades inéditas para comprender en todo su alcance la dimensión creativa y humanizadora de ese entramado de técnicas (fácere) que llamamos “trabajo ordinario”. La perspectiva artística, en efecto, permite vislumbrar la índole contemplativa de estas tareas, su dimensión dialógica y su virtud para suscitar convivencia. Si bien no podemos llamar “arte” a cualquier producto humano, sí que es posible afrontar su realización con talante artístico, en la medida en se vive como respuesta personal a cierta belleza contemplada interiormente. Y ésta no es otra que la que resplandece en las relaciones interpersonales, a las cuales tiende todo trabajo como su fin y su sentido.

El esteticismo decimonónico

Esta idea típicamente occidental de arte representó sin duda un progreso del espíritu humano de alcance universal. Significaba tomar conciencia del carácter específico de la obra de arte y de su estatuto metafísico peculiar: de ese algo misterioso y único, que la distingue del resto de las creaciones humanas. También es cierto, sin embargo, que llevaba consigo ciertos prejuicios intelectuales propios de la época en que nació, y que han perdurado anacrónicamente hasta la actualidad. Estas adherencias de la modernidad decadente, ajenas a lo genuinamente artístico, podemos englobarlas bajo el nombre genérico de esteticismo. Sus rasgos principales los resumimos a continuación:

A) La contraposición entre lo útil y lo bello.— La Modernidad es utilitarista. Concibe el progreso técnico, avalado por la ciencia positiva, como lo máximamente útil. Ahora bien, se trata de una utilidad para el dominio, la producción, el rendimiento: en definitiva el terreno de la economía y la política. La belleza por el contrario estaría situada al margen de toda aplicación práctica, en el campo del sentimiento subjetivo, el capricho extravagante, el goce privado. Las llamadas “bellas artes” serían las preservadas de la mancha de la utilidad, que las volvería menos “bellas” y en última instancia menos artísticas. Desde entonces el término “arte” comienza a designar por antonomasia a las bellas artes (3). En otras palabras: de afirmar que el arte trasciende la utilidad práctica se pasa a definirlo en oposición a ella. Esto supone abrir una honda brecha entre arte y trabajo ordinario, ya que éste se compone, precisamente, de problemas prácticos y destrezas técnicas.

Ajeno a la poesía, la creatividad y la contemplación, el trabajo se deshumaniza, mientras que las artes se repliegan al olimpo de los museos o a la vida bohemia y excéntrica. Por otro lado la conexión entre arte y hogar, vivida desde los albores de la humanidad, también se desvanece, con el consiguiente empobrecimiento de las relaciones interpersonales: el amor esponsal, la fraternidad, la amistad. Y particularmente perjudicada resulta la dimensión femenina de la cultura, cuyo valor reside, justamente, en la síntesis de lo bello y de lo práctico en el ámbito de lo cotidiano.

B) Las artes plásticas como paradigma.— En las múltiples clasificaciones propuestas en el siglo XVIII la pintura y la escultura van imponiéndose como prototipo de “bellas artes”, que es tanto como decir de “arte”, sin más (4). Las artes plásticas (del griego plastikós, moldeable) se presentan así como regla y medida de las demás, lo que induce a cierta reducción del horizonte artístico. En efecto, otorgando preeminencia a las artes llamadas “del espacio”, aquellas que lo son “del tiempo”, como la música, la poesía, el teatro o la danza, quedan relegadas a un segundo plano. Prueba de ello es su exclusión de la “Historia del Arte”, disciplina que restringe su objeto a las artes plásticas o afines.

Por otro lado, pintura y escultura ya venían considerándose desde el Renacimiento como paradigma de las artes visuales (5). Sin embargo el mundo de la belleza visual es mucho más amplio, como puso de manifiesto la fotografía a partir del siglo XIX. En su confrontación con la pintura, la fotografía (y con ella el cine) planteó serias cuestiones no sólo estéticas sino éticas, pues se trata de lenguajes irreductiblemente diversos (6). Mientras que la pintura crea un objeto material, la fotografía evoca un encuentro visual; la primera trasforma una materia, la segunda asiste a una historia; la primera es una producción, la segunda una re-producción (7). Sometida a categorías pictóricas la fotografía corre peligro de cosificarse, lo cual adquiere perfiles éticos en la fotografía de personas, en particular de la mujer. El oficio de modelo, por ejemplo, de tan larga tradición en las “bellas artes”, presenta un significado netamente diverso en el terreno de la fotografía; la implicación personal en ella es mucho más intensa así como su responsabilidad ética, lo cual se olvida con demasiada frecuencia. El concepto moderno de arte, en efecto, acríticamente asumido, propicia una interpretación fotográfica de la mujer que traiciona su verdadera belleza y no pocas veces ofende su dignidad. Esto ocurre cuando la figura femenina, que es una realidad eminentemente visual es reducida a sus caracteres plásticos, lo cual induce a ser mirada como una cosa más que como una persona. Esta mirada cosificante, característica de la sociedad de consumo y que la publicidad solicita y fomenta machaconamente, podemos llamarla táctil, pues palpa, coge, mide, usa, domina, mientras que la mirada figurativa, propia de las relaciones interpersonales, entrevé y admira a la persona que late en la corporeidad. El esteticismo fotográfico, pues, convierte el auténtico estilo o elegancia en cosas como volumen, tamaño, tersura, talla, epidermis, vellosidad, color, etc., y ello invocando principios supuestamente artísticos. Prueba de ello es el auge desmesurado de la esthéticienne y la cirugía estética, antes llamada (¡precisamente!) plástica. Además, estos caracteres crudamente físicos, como es obvio, están a un paso de los provocativamente sexuales, como sucede en tantas imágenes pornográficas que se intentan pasar por artísticas. Tal plastificación de la figura femenina constituye sin duda el ejemplo más claro del esteticismo moderno.

C) El arte entendido como categoría de objetos.— Según el concepto moderno que estamos describiendo, se llama arte no tanto a un tipo de actividad (pintar, esculpir, modelar) como a su resultado: el cuadro, la estatua, la joya. Tal cosificación del arte está en consonancia con el utilitarismo moderno, que tiende a valorar las cosas sobre las personas. Tipificado socialmente como “producto cultural”, el arte entra así en el sistema consumista como un objeto más para la posesión y disfrute privados (8). Entre otras consecuencias negativas este empobrecimiento cultural oscurece la dimensión artística del trabajo ordinario, que posee un sentido narrativo y dramático del que carecen las artes plásticas. Asimismo se pierde de vista la belleza de lo específicamente personal, lo que compromete seriamente la dignidad de la mujer en el mundo de la imagen. En definitiva se olvida la fuente originaria de toda forma de belleza, que es la comunión interpersonal.

D) En el terreno propiamente filosófico el esteticismo se refleja en la sistemática de programas y manuales universitarios, donde la Estética se reduce a menudo a Teoría del Arte, y la Teoría del Arte a Teoría de la obra de arte, dejando de lado la dimensión estética de la vida cotidiana y privándole del estudio científico que merece.
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NOTAS:
(1) Cfr. PLATÓN, Fedro 224a-257c, Banquete 201a-212c; cfr. también PIEPER, Josef, Entusiasmo y delirio divino. Sobre el diálogo platónico "Fedro", Rialp, Madrid 1965.
(2) Cfr. TATARKIEWIZ, W., Historia de seis ideas. Arte, belleza, forma, creatividad, mímesis, experiencia estética, Tecnos, Madrid 1997 (6ª ed.), pp. 39-103.
(3) Ibídem p. 92
(4) Ya el gran esteta del siglo XVIII Gotthold Ephrain LESSING dedica su obra Laocoonte (Tecnos, Madrid 1989) a distinguir la poesía del arte, reservando este último nombre sólo a las artes plásticas.
(5) Cfr. PANOFSKY, Erwin, Renacimiento y Renacimientos en el arte occidental, Alianza Madrid, 3ª ed, 1981.
(6) Sobre el proceso de distanciamiento de la fotografía respecto de la pintura cfr. JEFFREY, Ian, La fotografía, Destino, Barcelona 1999, pp. 28-47.
(7) Sobre el diverso significado ético de la producción y la re-producción de la imagen artística cfr. JUAN PABLO II, "El respeto al cuerpo en al obra de arte", alocución de 22-IV-1981.
(8) Cfr. FONTÁN DEL JUNCO, Manuel, Sobre la basura (cultural), en Nueva Revista nº60, XII 98; BRIHUEGA, Jaime, “La cultura visual de masas”, en Juan Antonio Ramírez (dir.), Historia del arte, Vol. IV: El mundo contemporáneo, Alianza, Madrid 1997, pp. 395-431
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1 comentario:

  1. Querida Senora,
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