viernes, 26 de marzo de 2010

Giovanni Pergolesi

Compositor italiano nacido en Iesi, cerca de Ancona en 1710.
Se formó en el Conservatorio de Nápoles. Su primera obra importante fue el oratorio La conversión de san Guillermo de Aquitania (1731).
Dos años después compuso La serva padrona, ópera cómica considerada hoy como su obra maestra y que se convirtió en modelo de ópera cómica breve. En 1734 Pergolesi fue nombrado director del coro de la iglesia del Loreto, pero enfermó de tuberculosis y tuvo que retirarse a Pozzuoli.
Entre las obras de sus dos últimos años cabe destacar un Stabat Mater (1736), considerada su mejor obra para coro y orquesta.

Compuso gran cantidad de música religiosa, un concierto para violín y música de cámara. Las melodías de Pergolesi, bellas y de un claro fraseo, contribuyeron a crear el estilo preclásico. Tras su muerte a los 26 años, su música se hizo tan popular que los editores acabaron atribuyéndole muchas obras de otros compositores.
En 1919 Ígor Strawinski basó su ballet Pulcinella (París, 1920) en la obra de Pergolesi.

jueves, 25 de marzo de 2010

Las tres cantigas


"Reina de los cielos, madre del pan de trigo".
Berceo, Milagros de Nuestra Señora

I
Qué música tus manos, fina corza
del mayo más intacto, qué gesto de azucena,
qué iluminada crece la hierba donde pisas.

Eres la tesorera del silencio,
el sauce que se inclina a toda pena;
eres la que se queda fuera de las palabras;
sólo un nombre ojival puede nombrarte:
madre del pan de trigo, sí. La sombra
de una sonrisa tuya iguala a mil cerezos,
y es que hasta tu sandalia nazarena,
alondra cristalina, arpa de lágrimas.

Vienen del siglo XIII los mejores
ruiseñores y minian tu aleluya.

También aquí mi boca con sus costras,
mi voz, acostumbrada a hurgar entre basuras
con hambres vergonzosas,
intenta un vuelo azul y esta ramera rancia
también te dice Salve.

II
Afuera las cuadrigas, los edictos de mármol,
los corros de reojo, los vivas insurrectos,
pero dentro la cal resplandeciente, el agua
justa en el cantarillo, la alacena sumisa
y un silencio mejor que el de los astros.

Afuera las palabras profundas, el progreso
sin duda, los debates en torno a los debates
y la filología con ropas de virtud,
pero dentro la escoba barriendo unas virutas,
la sonrisa volando sobre el puchero alegre,
la lámpara y su aceite precavido
y un silencio mejor que el de los astros.

Afuera los denarios, la nueva danzarina,
el circo clamoroso y los esclavos,
pero dentro el geranio risueño en su maceta,
el pan y el vino sobre la mesa, las honradas
herramientas, los lienzos en el arca
con membrillos bien sanos
y un silencio mejor que el de los astros.

Afuera las posadas, su tráfico políglota,
la púrpura y el crimen, los remotos
camellos y las jarcias afanosas;
afuera el mundo entero, pero dentro
una niña con gesto de tórtola asustada
que deja su costura de novia,
que sonríe,
que dice inmensamente: Hágase en mí según
tus palabras y vuelve a su silencio,
mejor, mejor, mejor que el de los astros.

III
Eres madre del pan, eres un cuenco
de leche hospitalaria, bien caliente;
eres humildemente la cerilla
que alumbra un apagón
de cuatro siglos;
eres la venda justa, eres paisana
de todo lo que amo.
La caricia
candeal de tus manos disuade cada lágrima
que congelada baja pecho adentro.

No me niegues a mí tu voz, la chimenea
de todos los viajeros del invierno.


Poesías escogidas, Miguel d'Ors

martes, 23 de marzo de 2010

Auguste Rodin



Progreso


Texto de Alfonso López Quintás

Uno de los pensadores más influyentes del siglo XX, Edmund Husserl, fundador de la Fenomenología, solía decir que la tarea básica de la filosofía consiste en llenar de contenido las palabras vacías. Hay palabras vacías y palabras llenas. Aludes, por ejemplo, a «la justicia», y no sugieres una mera idea, una idea sin incidencia en la realidad; estás evocando todo un criterio de vida, un modo de orientar la existencia.

Imagínate que alguien le hubiera preguntado al prodigioso Mozart si, además de instrumentos musicales, partituras y compositores, existe algo así como «la música». Si no se moría de risa ante tal pregunta, diría más o menos lo siguiente: «Pero ¿cómo voy a dudar de la existencia de «la música» si es la fuerza misteriosa que me llena de belleza hasta los bordes, da alas a mi pluma al componer y me hace feliz?»

Subes a un risco de los Alpes y, al contemplar en bloque los macizos encadenados, condensas tu emoción en una breve frase: "¡Qué belleza!". La palabra belleza está aquí desbordante de contenido. Si te pido que me digas lo que entiendes por "belleza", tal vez no sepas sino repetir la observación eterna de Platón: «¡Lo bello es difícil!». Lo es, y a Paul Valéry le desesperaba no poder apresar ese concepto en una definición precisa. Pero no importa demasiado. Lo decisivo es que el vocablo belleza está lleno de contenido y nos enriquece de tal forma que nos permite hablar con pleno sentido.

En cada época existen vocablos que, por méritos propios y determinadas circunstancias, se cargan de un prestigio tal que se evaden a toda revisión crítica pues parecen condensar en sí todos los bienes. Suelo denominarlos «términos talismán». Ejercen en la sociedad función de polos en torno a los cuales se vertebra la vida humana en cuanto a pensar, sentir, querer y actuar.

La palabra «orden», vinculada de antiguo al número, la proporción, la medida y, por consiguiente, a la armonía, la belleza y la bondad, adquirió en los siglos XVI y XVII un alto rango merced a su vinculación con las estructuras cultivadas por la ciencia moderna, entonces en su albor. Pensar con orden equivalía a pensar rectamente. Proceder con orden significaba actuar de modo ajustado, justo, adecuado, eficaz.

El término «orden» producía un hondo estremecimiento en los espíritus que asistieron a la génesis de la gran ciencia moderna, porque era el gozne enigmático entre las estructuras matemáticas y las físicas, entre el mundo que el hombre configura en su mente y el mundo exterior en que está instalado y le supera sin medida. Por su alto significado, el vocablo «orden» se convirtió en término «talismán».

Al cobrar conciencia, sobrecogido, de lo que implica el orden, el hombre del siglo XVIII concedió rango de talismán a la facultad humana destinada a captar el orden existente y crear nuevas formas de orden: la razón, palabra mágica que constituyó el orgullo del Siglo de las Luces.

Esta época de exaltación de la facultad racional humana culminó en la Revolución Francesa. Revolucionario era quien luchaba por romper diques y elevar al hombre a niveles adecuados a su dignidad. El contrarrevolucionario era un ser reaccionario, enemigo de la soberanía de espíritu que nos otorga el libre uso de la razón. El siglo XIX polarizó su vida en torno al término «revolución» y lo elevó a la condición de «talismán».

Las grandes revoluciones modernas tenían como meta alcanzar cotas nunca logradas de libertad. En el siglo XX se impuso como talismán el término «libertad», que convirtió a ciertos vocablos afines («autonomía», «independencia», «democracia», «autogestión», «cogestión»...) en términos talismán por adherencia, términos, por tanto, desbordantes de sentido.

El amor a los vocablos más densos de contenido -esas «joyas» que, según decía Pablo Neruda, caían de la armadura de los conquistadores...- no debe hacernos olvidar que los términos talismán son encandilantes: iluminan y enceguecen al mismo tiempo. Ello nos insta a no dejarnos amedrentar por el prestigio de los términos talismán y someterlos a revisión.

No pocos vocablos adquirieron a lo largo del tiempo condición de «talismán», pese a su pobreza de contenido, merced a su vinculación con el término libertad -entendido de modo borroso, sin la debida matización-. Pensemos en los términos cambio y progreso.

Conforme a su etimología latina, progresar y regresar son términos relativos a un movimiento de ida y vuelta en el espacio y presentan un carácter neutro en el aspecto axiológico: no ostentan un valor peculiar, ni positivo ni negativo. Asimismo, el mero cambiar no implica sino la alteración de algo; no significa un ascenso a una situación más elevada y prestigiosa.

Sin embargo, las expresiones «ir adelante», «adelantar», «salir adelante»... presentan con frecuencia un carácter valioso, por contraposición a los términos «estancarse» y «retroceder». Un conductor que se queda estancado en un terreno pantanoso carece de libertad para cambiar esa situación, proseguir la marcha e ir adelante.

El término estancamiento queda, así, enfrentado al término talismán libertad y adquiere automáticamente un matiz negativo. Recordemos que la manipulación opera siempre con automatismos; rehúye dirigirse a la inteligencia de las gentes. Debido a la «valoración por vía de contraste», la mera oposición a un término desprestigiado -en este caso, «estancamiento»- cubre de prestigio automáticamente a los términos «progreso» y «cambio». Pero se trata de un prestigio ficticio, vacío, iluso, fantasmal, pero temiblemente eficiente si no estamos sobre aviso.

Cuando un político o un intelectual se autodefinen como «progresistas», lo hacen porque estiman que este vocablo encierra una alta significación y los exalta de forma automática. Pero hoy sabemos bien que tal vocablo, como otros afines, puede no estar lleno de contenido sino vacío. Si lo despojamos de ciertas adherencias ideológicas que le quedan del pasado y carecen de toda vigencia en la actualidad, se parece a la cáscara de una nuez que se ha volatilizado.

Hoy día, las palabras «progreso» y «progresista» sólo presentan una alta significación cuando van unidas a una conducta que, por su rectitud y su eficacia, es modelo de excelencia en uno u otro orden. Si queremos darles un sentido muy elevado sólo por el hecho de oponerse a términos opuestos a libertad y emparejarse -al parecer- con este término, nos quedamos en la mano con un vocablo huero. Y ya sabemos que el vaciamiento de los términos y, paralelamente, de los conceptos devalúa la mente y envilece, a no tardar, la vida personal y social.

Una mente española especialmente lúcida, el profesor Manuel García Morente, se enfrentó a este peligro con la mejor de las armas: una definición precisa. A su entender, «el progreso es la realización del reino de los valores por el esfuerzo humano» (Cf. Ensayos sobre el progreso, Dorcas, Madrid 1980, p. 45). Valor es para el hombre todo aquello que le permite desarrollar plenamente su personalidad.

Y este desarrollo se realiza, según la Biología y Antropología más cualificadas actualmente, a través de toda suerte de encuentros. Pero el encuentro exige, para darse, una actitud de apertura generosa, cordial y colaboradora a las realidades que nos ofrecen posibilidades creativas. Vivir creativamente, en todos los órdenes, es encaminarnos hacia la plenitud personal por una vía de excelencia. Caminar por esta vía es un auténtico progresar.

Al volver de Argentina a su pueblo, varios emigrantes gallegos lo dotaron de un centro sociocultural. Desde 1929 hasta hoy reza en su fachada esta inscripción: «Casino progreso de Franza». Suena un tanto pomposa, sin duda, pero es certera, ya que para un pueblo desperdigado por la campiña disponer de un local donde reunirse, celebrar fiestas, leer, cultivar el teatro y la música significa indudablemente una mejora en las condiciones de vida. Aquí la palabra «progreso» desborda sentido, pues alude a un incremento notable de posibilidades.

domingo, 21 de marzo de 2010

Serás un hombre

Rudyard Kipling (Bombay, 1865 - Londres, 1936)

Si

Si puedes mantener intacta tu firmeza
cuando todos vacilan a tu alrededor.
Si cuando todos dudan, fías en tu valor
y al mismo tiempo, sabes exaltar su flaqueza.

Si sabes esperar y a tu afán poner brida.
O blanco de mentiras, esgrimir la verdad
O siendo odiado, al odio no le das cabida
y, ni ensalzas tu juicio, ni ostentas tu bondad.

Si sueñas, pero el sueño no se vuelve tu rey.
Si piensas, y el pensar no mengua tus ardores.
Si el triunfo y el desastre no te imponen su ley
y los tratas lo mismo, como dos impostores.

Si puedes soportar que tu frase sincera
sea trampa de necios en boca de malvados.
O mirar hecha trizas tu adorada quimera
y tornar a forjarla con útiles mellados.

Si todas tu ganancias, poniendo en un montón,
las arriesgas, osado, en un golpe de azar
y las pierdes: y luego, con bravo corazón
sin hablar de tus perdidas, vuelves a comenzar.

Si puedes mantener en la ruda pelea
alerta el pensamiento y el músculo tirante
para emplearlo cuando en ti todo flaquea,
menos la voluntad, que te dice adelante.

Si entre la turba, das a la virtud abrigo
Si no pueden herirte ni amigo ni enemigo.
Si marchando con reyes del orgullo, has triunfado.
Si eres bueno con todos, pero no demasiado.

Y si puedes llenar el preciso minuto
en sesenta segundos de un esfuerzo supremo,
tuya es la tierra y todo lo que en ella habita;
y lo que es más: serás hombre, hijo mío.

Ars y tékne



Por Pablo Prieto

Arte viene del latín ars, que designa toda destreza o habilidad que se atiene a las leyes de un oficio (arte del orador, del alfarero, del soldado, del jurista, del geómetra, etc.). La tradición aristotélica lo define como “disposición racional para la producción” (recta ratio factibilium), es decir, el “saber-cómo” o conocimiento práctico mediante el cual el hombre transforma el mundo a su propia imagen. Este ars se aproxima a lo que actualmente entendemos por “técnica”, palabra que proviene del griego tékne que significa sustancialmente lo mismo que el ars latino.

En la antigüedad ars y tékne se traducían entre sí con facilidad, y esta equiparación perduró hasta la Edad Moderna. Cierto que en la Edad Media proliferaron las distinciones y clasificaciones, por ejemplo según si el arte requería esfuerzo físico (artes manuales o vulgares) o estaba libre de él (artes liberales). Pero lo esencial de la noción permanecía intacto, a saber: arte es la destreza que se ejerce según las reglas del oficio o tarea práctica correspondiente. Conviene notar que esta noción, a diferencia de la que surgirá en la Modernidad, se refiere ante todo a un tipo peculiar de actividad y sólo secundariamente a los objetos derivados de ella: cuadros, estatuas, edificios, etc.

Contemplación e inspiración

Paralelamente a este ars/tékne convive durante siglos la estética platónica, que liga la contemplación con la experiencia amorosa. El eros platónico, en efecto, es aquella pasión despertada en el alma por la contemplación de la belleza, que impulsa tanto a la superación moral como a la creación poética. Inspirada por esta conmoción amorosa el alma se encuentra como fuera de sí (éxtasis), endiosada (entusiasmo), arrebatada más allá de este mundo caduco y efímero, donde reinan las apariencias (1).
Tal planteamiento, como se ve, no es fácil de conciliar con el concepto de ars/tékne. Por un lado no parece que el ars tenga que ver con la experiencia amorosa; por otro, la contemplación platónica aspira a trascender el mundo material, mientras que el ars no sólo no renuncia a él, sino que se aplica con diligente empeño a trasformarlo. El nexo sutil que une ambos conceptos tardó muchos siglos en hacerse patente a la conciencia estética europea, concretamente hasta que en el siglo XVIII surge la noción moderna de arte.

El concepto ilustrado

La idea de arte que nos es familiar hoy proviene de la modernidad ilustrada (2).
En ella se entrelaza, como hemos dicho, la tradición aristotélica del ars/tékne con la platónica de la contemplación/inspiración. Este nuevo arte podríamos definirlo como aquella actividad práctica cuyo principio interno es la contemplación de la belleza descubierta y experimentada en la misma ejecución de la obra. La inspiración viene así a informar todo el proceso desde dentro: suscitándolo, conduciéndolo y culminándolo mediante una suerte de “libre necesidad”.

Al convertirse la contemplación de la belleza en elemento intrínseco de la realización práctica, la persona misma del artista queda implicada en cuanto tal en el proceso, lo que confiere al arte una dimensión ética antes desconocida. Ya no es sólo fácere (la poiesis aristotélica: elaboración, producción, to make etc) sino también ágere o praxis (obrar personal, invención, descubrimiento, compromiso, diálogo, etc). Ello abre posibilidades inéditas para comprender en todo su alcance la dimensión creativa y humanizadora de ese entramado de técnicas (fácere) que llamamos “trabajo ordinario”. La perspectiva artística, en efecto, permite vislumbrar la índole contemplativa de estas tareas, su dimensión dialógica y su virtud para suscitar convivencia. Si bien no podemos llamar “arte” a cualquier producto humano, sí que es posible afrontar su realización con talante artístico, en la medida en se vive como respuesta personal a cierta belleza contemplada interiormente. Y ésta no es otra que la que resplandece en las relaciones interpersonales, a las cuales tiende todo trabajo como su fin y su sentido.

El esteticismo decimonónico

Esta idea típicamente occidental de arte representó sin duda un progreso del espíritu humano de alcance universal. Significaba tomar conciencia del carácter específico de la obra de arte y de su estatuto metafísico peculiar: de ese algo misterioso y único, que la distingue del resto de las creaciones humanas. También es cierto, sin embargo, que llevaba consigo ciertos prejuicios intelectuales propios de la época en que nació, y que han perdurado anacrónicamente hasta la actualidad. Estas adherencias de la modernidad decadente, ajenas a lo genuinamente artístico, podemos englobarlas bajo el nombre genérico de esteticismo. Sus rasgos principales los resumimos a continuación:

A) La contraposición entre lo útil y lo bello.— La Modernidad es utilitarista. Concibe el progreso técnico, avalado por la ciencia positiva, como lo máximamente útil. Ahora bien, se trata de una utilidad para el dominio, la producción, el rendimiento: en definitiva el terreno de la economía y la política. La belleza por el contrario estaría situada al margen de toda aplicación práctica, en el campo del sentimiento subjetivo, el capricho extravagante, el goce privado. Las llamadas “bellas artes” serían las preservadas de la mancha de la utilidad, que las volvería menos “bellas” y en última instancia menos artísticas. Desde entonces el término “arte” comienza a designar por antonomasia a las bellas artes (3). En otras palabras: de afirmar que el arte trasciende la utilidad práctica se pasa a definirlo en oposición a ella. Esto supone abrir una honda brecha entre arte y trabajo ordinario, ya que éste se compone, precisamente, de problemas prácticos y destrezas técnicas.

Ajeno a la poesía, la creatividad y la contemplación, el trabajo se deshumaniza, mientras que las artes se repliegan al olimpo de los museos o a la vida bohemia y excéntrica. Por otro lado la conexión entre arte y hogar, vivida desde los albores de la humanidad, también se desvanece, con el consiguiente empobrecimiento de las relaciones interpersonales: el amor esponsal, la fraternidad, la amistad. Y particularmente perjudicada resulta la dimensión femenina de la cultura, cuyo valor reside, justamente, en la síntesis de lo bello y de lo práctico en el ámbito de lo cotidiano.

B) Las artes plásticas como paradigma.— En las múltiples clasificaciones propuestas en el siglo XVIII la pintura y la escultura van imponiéndose como prototipo de “bellas artes”, que es tanto como decir de “arte”, sin más (4). Las artes plásticas (del griego plastikós, moldeable) se presentan así como regla y medida de las demás, lo que induce a cierta reducción del horizonte artístico. En efecto, otorgando preeminencia a las artes llamadas “del espacio”, aquellas que lo son “del tiempo”, como la música, la poesía, el teatro o la danza, quedan relegadas a un segundo plano. Prueba de ello es su exclusión de la “Historia del Arte”, disciplina que restringe su objeto a las artes plásticas o afines.

Por otro lado, pintura y escultura ya venían considerándose desde el Renacimiento como paradigma de las artes visuales (5). Sin embargo el mundo de la belleza visual es mucho más amplio, como puso de manifiesto la fotografía a partir del siglo XIX. En su confrontación con la pintura, la fotografía (y con ella el cine) planteó serias cuestiones no sólo estéticas sino éticas, pues se trata de lenguajes irreductiblemente diversos (6). Mientras que la pintura crea un objeto material, la fotografía evoca un encuentro visual; la primera trasforma una materia, la segunda asiste a una historia; la primera es una producción, la segunda una re-producción (7). Sometida a categorías pictóricas la fotografía corre peligro de cosificarse, lo cual adquiere perfiles éticos en la fotografía de personas, en particular de la mujer. El oficio de modelo, por ejemplo, de tan larga tradición en las “bellas artes”, presenta un significado netamente diverso en el terreno de la fotografía; la implicación personal en ella es mucho más intensa así como su responsabilidad ética, lo cual se olvida con demasiada frecuencia. El concepto moderno de arte, en efecto, acríticamente asumido, propicia una interpretación fotográfica de la mujer que traiciona su verdadera belleza y no pocas veces ofende su dignidad. Esto ocurre cuando la figura femenina, que es una realidad eminentemente visual es reducida a sus caracteres plásticos, lo cual induce a ser mirada como una cosa más que como una persona. Esta mirada cosificante, característica de la sociedad de consumo y que la publicidad solicita y fomenta machaconamente, podemos llamarla táctil, pues palpa, coge, mide, usa, domina, mientras que la mirada figurativa, propia de las relaciones interpersonales, entrevé y admira a la persona que late en la corporeidad. El esteticismo fotográfico, pues, convierte el auténtico estilo o elegancia en cosas como volumen, tamaño, tersura, talla, epidermis, vellosidad, color, etc., y ello invocando principios supuestamente artísticos. Prueba de ello es el auge desmesurado de la esthéticienne y la cirugía estética, antes llamada (¡precisamente!) plástica. Además, estos caracteres crudamente físicos, como es obvio, están a un paso de los provocativamente sexuales, como sucede en tantas imágenes pornográficas que se intentan pasar por artísticas. Tal plastificación de la figura femenina constituye sin duda el ejemplo más claro del esteticismo moderno.

C) El arte entendido como categoría de objetos.— Según el concepto moderno que estamos describiendo, se llama arte no tanto a un tipo de actividad (pintar, esculpir, modelar) como a su resultado: el cuadro, la estatua, la joya. Tal cosificación del arte está en consonancia con el utilitarismo moderno, que tiende a valorar las cosas sobre las personas. Tipificado socialmente como “producto cultural”, el arte entra así en el sistema consumista como un objeto más para la posesión y disfrute privados (8). Entre otras consecuencias negativas este empobrecimiento cultural oscurece la dimensión artística del trabajo ordinario, que posee un sentido narrativo y dramático del que carecen las artes plásticas. Asimismo se pierde de vista la belleza de lo específicamente personal, lo que compromete seriamente la dignidad de la mujer en el mundo de la imagen. En definitiva se olvida la fuente originaria de toda forma de belleza, que es la comunión interpersonal.

D) En el terreno propiamente filosófico el esteticismo se refleja en la sistemática de programas y manuales universitarios, donde la Estética se reduce a menudo a Teoría del Arte, y la Teoría del Arte a Teoría de la obra de arte, dejando de lado la dimensión estética de la vida cotidiana y privándole del estudio científico que merece.
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NOTAS:
(1) Cfr. PLATÓN, Fedro 224a-257c, Banquete 201a-212c; cfr. también PIEPER, Josef, Entusiasmo y delirio divino. Sobre el diálogo platónico "Fedro", Rialp, Madrid 1965.
(2) Cfr. TATARKIEWIZ, W., Historia de seis ideas. Arte, belleza, forma, creatividad, mímesis, experiencia estética, Tecnos, Madrid 1997 (6ª ed.), pp. 39-103.
(3) Ibídem p. 92
(4) Ya el gran esteta del siglo XVIII Gotthold Ephrain LESSING dedica su obra Laocoonte (Tecnos, Madrid 1989) a distinguir la poesía del arte, reservando este último nombre sólo a las artes plásticas.
(5) Cfr. PANOFSKY, Erwin, Renacimiento y Renacimientos en el arte occidental, Alianza Madrid, 3ª ed, 1981.
(6) Sobre el proceso de distanciamiento de la fotografía respecto de la pintura cfr. JEFFREY, Ian, La fotografía, Destino, Barcelona 1999, pp. 28-47.
(7) Sobre el diverso significado ético de la producción y la re-producción de la imagen artística cfr. JUAN PABLO II, "El respeto al cuerpo en al obra de arte", alocución de 22-IV-1981.
(8) Cfr. FONTÁN DEL JUNCO, Manuel, Sobre la basura (cultural), en Nueva Revista nº60, XII 98; BRIHUEGA, Jaime, “La cultura visual de masas”, en Juan Antonio Ramírez (dir.), Historia del arte, Vol. IV: El mundo contemporáneo, Alianza, Madrid 1997, pp. 395-431
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viernes, 19 de marzo de 2010

Varón oculto


El conjunto escultórico tallado en madera policromada se encuentra en la Iglesia Parroquial de san Miguel, en Murcia.
Su autor, el murciano Francisco Salzillo (1707-1783), cuyo museo disfruta su ciudad natal. Dedicado especialmente a la imaginería religiosa, esculpió ocho escenas sobre la Pasión de Cristo que cada Viernes Santo pasean por las calles de la ciudad del Segura.

La escena que aquí vemos representa a la Sagrada Familia. San Joaquín y Santa Ana, arodillados delante de su hija, la Virgen María que sostiene en sus brazos al Niño Jesús. En actitud adorante, parecen conversar con su hija sobre su "Divino nieto".

A parte de esta belleza barroca, me llama especialmente la atención la actitud de san José, en un segundo plano, contemplando la escena. Absorto, y casi asombrado por haber sido elegido para formar parte de la familia del Hijo de Dios.
Salzillo ha sido capaz de captar en esta obra la esencia de la vida de José: siempre oculto, fiel a los planes de Dios. En actitud de contemplación y acción de gracias.

jueves, 18 de marzo de 2010

Caro amico Angelo

Per Angelo questo video. So che ti piacerà.

La niña

«Ven, luna, baja; besa a mi encanto en la frente", dice la madre a la niña chiquita que tiene en su falda, mientras la luna sonríe soñando.

De la soledad cargada de sombra del bosque de mangos vienen, deslizándose por la oscuridad, la vaga fragancia del verano y el canto de los pájaros de la noche.
Y el surtidor de quejumbre de la flauta de un labrador sube allá, en una aldea distante.

Y la madre joven, sentada en la azotea, con la niña en la falda, arrulla dulcemente: «Ven, luna, baja; besa a mi encanto en la frente.» Y mira arriba a la luz del cielo, y luego a la luz de la tierra en su brazos. Yo me maravillo del plácido silencio de la luna.

La niña chiquita repite riendo lo que su madre le dice a la luna: «Ven, luna, baja» Y la madre sonríe, y sonríe la noche llena de luna.
Y yo, el poeta, el marido de la madre de la niña chiquita, lo veo todo, escondido.

Lírica breve, 50
Rabindranath Tagore. Premio Nobel de Literatura 1913.

lunes, 15 de marzo de 2010

Gustav Mahler

Por José Miguel Odero

En mayo de 1897 llegaba a Viena, capital del Imperio austrohúngaro, el nuevo director de la Opera Real. Se llamaba Gustav Mahler . Los entendidos que conocían sus composiciones hablaban de una «música metafísica»; se afirmaba que Mahler era un filósofo de la sinfonía y un místico. En aquella Viena cosmopolita donde convivían en inestable tensión Freud y Hitler, Kafka y Wittgenstein, Klimt y Kokoschka, en aquella Viena embebida en un ambiente intelectual confuso que Schönberg describió como «danza macabra de principios estéticos y filosóficos», la vanguardia cultural prestó de pronto atención a Mahler y oyó una música distinta. Mahler amplificaba un anhelo vehemente del corazón del hombre contemporáneo, del hombre que añora oscuramente a Dios.

La bibliografía sobre Mahler es copiosa, como hombre de un siglo atormentado, no se deja comprender a primera vista. Su mundo interior tiene mucho de variopinto, de complejo, de contradictorio. Pero es cierto que por encima de los contrastes se hace evidente un rasgo vertebrante de su carácter: la dedicación casi religiosa, a la creación musical. La música era para Mahler algo divino, de valor intasable, algo que a toda costa debía crearse, no ya para satisfacer a los hombres sino para Dios mismo. Un año antes de morir, en diciembre de 1910, —recuerda su mujer— Mahler daba vueltas y más vueltas a este pensamiento, que conmovía: «Toda creación se adorna continuamente para Dios. Por lo tanto, todo el mundo tiene sólo un deber: ser en todo aspecto lo más hermoso posible a los ojos de Dios y del hombre. La fealdad es un insulto a Dios». Lo religioso transía, pues, la vida musical mahleriana.

A lo largo de toda su vida había mantenido una fuerte convicción sobre la existencia de Dios; se mostraba adversario decidido de cualquier materialismo, y veía que tales ideologías eran incompatibles con la continua experiencia que el músico hace de lo espiritual. Así escribía a Max Kalneck:
«No puedo comprender que Vd., con su alma de músico y de poeta, no crea en nada. ¿Qué es entonces lo que le otorga esa ligereza y esa libertad? ¿Es que el mundo deja de ser enigmático si se le hace descansar sólo sobre la materia?».
Quizá por haber cultivado esa intensa espiritualidad, Mahler se sintió especialmente atraído por la fe católica.

Aunque hebreo de nacimiento, en su Bohemia natal y luego en Moravia conoció desde pequeño la vida y liturgia de la Iglesia, cuando formaba parte del coro de la parroquia católica. Luego, durante la época de formación musical, en Praga y en Viena, Mahler asimiló la gran tradición musical y cultural europea, inspirada por la fe cristiana. Le impresionaba especialmente el Réquiem de Mozart y también el Te Deum de Bruckner .

La conversión

En 1897, mientras residía en Hamburgo, quiso bautizarse y ser católico. Esta decisión permitía que ocupase el puesto de Director de la Opera de Viena, pues los dignatarios de la corte austriaca alimentaban prejuicios antisemitas y posiblemente no hubiesen aceptado a Mahler en otro caso. Sin embargo, sería equivocado sospechar que Mahler se convirtió por oportunismo. Tal suposición, contraria a algunos significativos datos históricos, ofende además la grandeza de ánimo de la figura de Mahler . Así lo han puesto de relieve recientemente los más autorizados biógrafos del gran músico:
- «Hemos demostrado que, en esta decisión, él no se traicionaba a sí mismo, pues en el fondo de su corazón él se sentía tan cercano al catolicismo como al judaísmo de sus antepasados», (H. Lagrange);
- «Su bautismo no fue un evento ocasional ni oportunismo, porque fue preparado lentamente, sabiamente», (A. Principe).
- «Hoy día se puede desechar la pregunta sobre la autenticidad de los sentimientos cristianos de Mahler . ¿Qué nos autoriza a ponerlos en duda?», (C. Floros).

¿Qué factores prepararon la conversión de Mahler?

En 1891, un íntimo amigo suyo, S. Lipiner, judío como él, se bautizó. En 1892, Mahler, había escrito ya un texto que luego incorporaría a la Cuarta Sinfonía, bajo el título Das himmlische Leben, («La vida en el cielo»). Se trata de una recreación ingenua y encantadora de la vida futura en el Cielo, concebida como una gran fiesta popular, un gran banquete preparado por Santa Marta, donde no falta el buen vino y donde todos danzan y cantan al lado de San Pedro:

Kein Musik ist ja nicht auf Erden,
Die unsrer verglichen kann werden
(No hay música en la tierra
que iguale a la nuestra)
Die englischen Stimmen
Ermutern dic Sinncn,
Dass alles für Freuden erwacht!
(Las voces de ángeles
excitan los sentidos
a despertarse a la alegría).

En 1894 está ya acabada su Segunda Sinfonía, que Mahler titula Auferstehungssymphonie, la Sinfonía de la Resurrección. Es una profesión de fe en la resurrección de la carne. Mahler redacta personalmente los textos, glosando a Klopstock:

"¡He venido de Dios y quiero volver a Dios!
¡El amor de Dios me dará una luz que brillará para mí hasta la vida eterna!
(...) ¡Ten fe: no has nacido en vano, no has vivido ni sufrido en vano!
(...) ¡Deshecha el temor! ¡Prepárate para vivir!
(...) ¡Con alas que han conquistado para mí
me liberaré
en un ardiente impulso de amor hacia la Luz, que ningún ojo ha penetrado!
¡Moriré para vivir!
¡Resucitaré, sí, resucitaré!».

Sabemos por Natalia Bauer-Lechner que, meses antes de su bautizo, en 1896 Mahler charló largamente con su amigo Lipiner sobre Jesucristo, cuya figura conservaría siempre ante sus ojos un atractivo sin par. Más tarde Alma Mahler, su mujer, reconocerá que Mahler fue siempre creyente en Cristo. Esta y otras afirmaciones Alma Mahler se revelan de particular importancia si se considera que ella se consideraba a sí misma nietzscheana; no es de extrañar, pues, que la fe de Mahler, a través de éste y de otros testimonios (que provienen en su totalidad de amigos que se declaraban agnósticos) nos llegue desfigurada, como una imagen fría y paradójica. Máxime cuando Gustav Mahler era en este punto algo reservado.

La correspondencia de Mahler con su mujer, Alma, contiene algunos elementos muy significativos. Así, en 1901 la escribía desde Berlín:

«Es de lamentar que yo tenga que ausentarme otra vez, justamente en este momento. Me hace muy desdichado; sin embargo, es casi como la voz del Amo, el Maestro. (Digo esto para evitar decir «Dios», porque hemos hablado muy poco sobre este tema, y no podría soportar que entre nosotros hubiese meras frases). La voz nos incita a ser valientes sufridos, pacientes. Como ves, queridísima, necesitaremos esto durante toda nuestra vida; más aún, aunque oigamos la voz del Maestro en e1 trueno, es menester comprenderla».

Es probable que, al conocer luego la actitud hipercrítica de su mujer hacia la fe cristiana, Mahler decidiera que era preferible no abrirle en este tema su corazón sino de vez en cuando. Defendió ante ella «cálidamente» a Cristo, pero prefirió no seguir polemizando, sin renunciar a defender la fe. De hecho, éste fue el argumento de una de sus últimas cartas a Alma en junio de 1910. En ella trataba de hacer ante su mujer una «apologética» de Cristo, destacando la continuidad de su magisterio con la mejor filosofía platónica y el influjo decisivo del cristianismo en hacer ver que el Amor es el principio que está debajo del ser de las cosas. Mahler añadía que la fe cristiana es el misterio de cómo sólo «los niños son recipientes adecuados para la más maravillosa sabiduría de vida».

Un buscador inquieto

Federico Sopeña ha descrito la fe mahleriana como la «tragedia religiosa del escéptico que necesita del misterio para vivir».
La imagen de Mahler «escéptico» corresponde a la realidad de un Mahler lector incansable y anárquico, que pasa del Evangelio a las obras de Kant, que aprecia a un pensador tan hondamente cristiano como Dostoievsky, pero que cita también a Nietzsche; Mahler fue un catecúmeno inquieto que nunca recibió una catequesis íntegra y honda, proporcionada a su talante genial y a las hondas necesidades de su espíritu; Mahler fue un cristiano que vivió en ambientes artísticos casi totalmente secularizados, un creyente «robinsoniano» que no conoció el calor de la Iglesia y que a menudo sufrió en soledad el acoso de la duda. Pero Mahler fue también el inquieto buscador de Dios, el hombre purificado por el sufrimiento, un corazón enamorado de la bondad y de la belleza sin límites, un cristiano que habla a Hauptmann de Jesús y defiende públicamente ante Hugo Wolf la confesión sacramental; un creyente que vive «a su modo» la piedad cristiana. Alma Mahler reconoce que «se sentía atraído por el misticismo católico» y que amaba la fe «con un amor totalmente suyo». Por eso, «nunca podía pasar por una iglesia sin entrar en ella; amaba el olor del incienso y los cantos gregorianos".

El catolicismo de Mahler —se ha dicho— es en este punto perfectamente romántico y austriaco, como el de Mozart y el de Schubert. Su atracción por la fe católica se canalizaba a través de una cultura una estética hondamente inspirada por el espíritu cristiano; la fe cristiana de Mahler tiende a expresarse preferentemente mediante ese mismo vehículo cultural y artístico. Su mujer certifica que «sus canciones religiosas, la Segunda Sinfonía, la Octava y todas las corales de las sinfonías brotaban de su propia personalidad, no eran algo que le viniera de fuera». Y C. Floros añade: «uno siente con claridad que obras como la Segunda y la Octava Sinfonías arrastran consigo una filosofía de la Redención».

Muy ilustrativa de ello es una anécdota relatada por Alfred Roller. Mahler, interpelado sobre si proyectaba componer música para alguna Misa, respondió: «¿Cree Vd, que yo me atrevería? Bueno, ¿por qué no? Pero... no. Porque está el Credo...». Y Mahler comenzó entonces a recitar el Credo en latín. «No, a eso no me atrevo». Sin embargo, Roller explica que el mismo Mahler le mandó llamar en otra ocasión, mientras ensayaba en Munich la Octava Sinfonía, para recordarle aquella conversación. Mahler durante aquel ensayo aclaró: «Mire Vd., esta es mi Misa». En efecto, incorporando el texto del himno litúrgico Veni Sancte Spiritus a su Sinfonía, había incluido en ella un pequeño Credo o confesión de la fe en la Trinidad, el que remata como doxología dicho himno:
Per te sciamus da Patrem
Noscamus atque Filium
Te utriusque Spiritum
Credamos omni tempore.

Cuando estrenó en Munich esta Sinfonía, «todos los asistentes —afirma Bruno Walterestaban impresionados por una desacostumbrada dulzura de Mahler, de ordinario tan colérico a la hora de dirigir». En definitiva, la fe cristiana de Mahler fue una realidad. Aunque, como también precisa Roller, se trataba de algo muy elemental y poco desarrollado; «su fe era como la de un niño»; pero también era algo tan neto y vertebrante de la existencia como la fe de un niño: «la fe y el misticismo fundamentales que se expresan en todas las obras de Mahler son de una evidencia absoluta», (Lagrange).

Con la fe católica Mahler recibió el don de descubrir al Dios íntimo, presente en lo hondo del corazón humano, de modo que Dios «posee una certeza existencial mayor —afirmaba— que todo lo que se encuentra al exterior de nuestra vida íntima». En el Evangelio le fue revelada una verdad religiosa fundamental y decisiva: Dios es amor y donde hay verdadero amor allí está Dios. «Esta idea —afirma Roller aparecía una y otra vez en su conversación».
Se comprende que la segunda Parte de la Octava Sinfonía contenga, a través de las palabras del Fausto de Goethe, un canto inspiradísimo al Amor Todopoderoso capaz de salvar al hombre, y a ese vehículo privilegiado del Amor de Dios que es Santa María Virgen.

La fe cristiana de Mahler se manifestó de un modo conmovedor a la hora de la prueba del dolor. Pocas veces habrá sido el dolor mejor tratado como en los KindertotenliederCantos por los niños muertos») de Mahler. Fueron compuestos casi proféticamente poco antes de que su hijita mayor enfermara y muriera: «Sólo a mí me sucedió la desgracia, y el sol brilla para todos. No debes cerrar en ti la noche, sino profundizarla en Luz eterna. Se ha encendido una lucecita bajo mi tienda. ¡Bendita sea la Luz que alegra al mundo! (...) A menudo pienso que acaban de irse pero que pronto volverán a casa. ¡El día es hermoso, no temas! Sólo están dando un largo paseo (…) Pero en realidad nos han precedido y no volverán más a casa. ¡Los alcanzaremos allí, en aquella altura, a la luz del sol! El día es hermoso en aquella altura. (...) Ellos descansan, como en casa de su madre, ya no les da miedo ninguna tormenta, los protege la mano del Señor».

Los últimos meses de Mahler fueron duros. Le diagnosticaron una grave dolencia cardiaca. «El misterio de la muerte —afirma Bruno Walter había estado siempre presente en su espíritu, pero ahora se hacía palpable; en el universo de Mahler, en su misma vida planeaba ahora la sombra, siniestra y cercana. «Me voy a acostumbrar muy deprisa», me aseguró.
Das Lied von der Erde, («La canción de la Tierra») y la Novena Sinfonía, escritas las dos después del inicio de su enfermedad, son testimonios bastante elocuentes del valor con el que supo luchar, y de su victoria».

Testimonio espiritual

Mahler tuvo mucho miedo a la muerte y sufrió dudas de fe. Sin embargo, ¿quién sabe lo que sucedió en el alma de Mahler agonizante? En los últimos momentos de la agonía «sonrió y dijo dos veces: ¡Mozart! Sus ojos estaban muy abiertos».
El Réquiem de Mozart había sido precisamente la obra que más hondamente le impresionara en su adolescencia, cuando cantaba en el coro de una iglesia católica. Quizá en aquel momento vinieran también las estrofas de su Sinfonía Resurrección o las palabras del poema Des Knaben Wunderhorn que el mismo incorporó a su Tercera Sinfonía:
«¿Has faltado a los diez mandamientos?
Pues ponte de rodillas y reza a Dios.
Ama siempre a Dios
y alcanzarás el gozo celestial».

En cualquier caso, como testimonia su amigo Bruno Walter, Mahler ha dejado en la historia de la música contemporánea un hondo testimonio espiritual: «desde esta tierra, cuyos sufrimientos había hecho suyos, levantaba los ojos buscando a Dios. La relación entre música y religión constituía el fundamento mismo de su actitud religiosa. Algunos músicos —y algunos oyentes— no tienen conciencia del poder trascendental de la música, porque, aunque inmersos en un clima musical y siendo ellos mismos auténticos músicos, están desprovistos de cualquier testimonio religioso, incluso de cualquier conciencia religiosa. Los que, en cambio, se esfuerzan por penetrar más allá del velo terrestre, encontrarán en la música algo con lo cual sostener y afirmar su fe. Los pensamientos y las aspiraciones de Mahler tendían hacia ese otro mundo». Como un canto a la esperanza en la vida eterna se concluye precisamente su Canción de la tierra: «Amigo mío, ¡en este mundo no me ha sonreído la fortuna! ¿Dónde vas? Voy a vagar por las montañas. Busco paz para mi corazón solitario. Voy a mi patria, a mi ciudad. Y no me alejaré ya más de ella. ¡Mi corazón está silencioso y aguarda con ansia su hora! La dulce tierra vuelve a florecer y por todas partes verdea la primavera. ¡De nuevo! ¡Por todas partes y para siempre se iluminan azules los horizontes! Para siempre... para siempre...».

viernes, 12 de marzo de 2010

Adiós a Delibes

Miguel Delibes, maestro de la narrativa del siglo XX, creador de la escuela española del periodismo actual y sabio del alma castellana ha fallecido esta mañana a los 89 años en su casa y rodeado de los suyos. Deja un legado impagable como fabulador, cronista, rescatador y notario de la lengua.

Carlos Aganzo, Director de EL NORTE DE CASTILLA. Valladolid

Vio crecer al Mochuelo y al Nini; salió al campo con Lorenzo el cazador; sintió de cerca el pálpito vital del viejo Eloy, del señor Cayo, de Pacífico Pérez, de Gervasio García de la Lastra… Hasta que se encontró el paquete de tabaco con su propia hoja roja. Entonces terminó ‘El hereje’, el libro que le debía a su ciudad de Valladolid, y dejó de escribir. Pero sus personajes lo siguieron acompañando siempre. «Ellos –reconoció en su discurso de recepción del premio Cervantes– eran los que evolucionaban y, sin embargo, el que cumplía años era yo. Hasta que un buen día, al levantar los ojos de las cuartillas y mirarme al espejo me di cuenta de que era un viejo».

Ahora que se ha ido, se puede decir bien alto y bien fuerte que lo único que no le ha dado la vida literaria a Miguel Delibes es el premio Nobel de Literatura. Y eso a pesar de que sus novelas han llevado más lejos que las de ningún otro escritor de su tiempo la rotunda belleza de la lengua castellana. Él fue el primero en demostrar que se puede mirar el mundo de tú a tú sin tener que salir de la tierra propia. El ejemplo mayor de hasta qué punto lo universal termina siendo lo local pero sin puertas. Llevó una vida de ficción muy real, y ha sabido mantener hasta el último día de su vida la dignidad aleccionadora de los grandes escritores.

Decir Miguel Delibes es decir narrativa en lengua castellana, pero también es decir periodismo de altura. Si El Norte de Castilla no puede entenderse sin Miguel Delibes, Miguel Delibes no puede entenderse sin El Norte de Castilla. Su talante cultural no sólo ha marcado a generaciones de periodistas, sino que ha servido para ilustrar de manera perenne la grandeza de un oficio que tanto más se ha equivocado cuanto más ha tenido la tentación de alejarse de las que son sus verdaderas esencias literarias.

El retrato, empero, no quedaría completo si no recordamos también el carácter precursor de Miguel Delibes como defensor de la Naturaleza. Con «Un mundo que agoniza», pero también con todas y cada una de sus novelas ‘al aire libre’, el escritor fue elaborando el impresionante certificado de defunción de toda una cultura: el final de la vida en el campo, de los ciclos de las cosechas, de la estrecha convivencia del hombre con los animales…, pero también el final de tantas y tantas palabras de nuestra lengua castellana nacidas del sudor, el miedo, el esfuerzo y las esperanzas de los hombres del campo. Toda una civilización milenaria que quedó grabada con letras de imprenta en su inmensa obra narrativa.

Y, por supuesto, la persona. Cuando le he vuelto a ver, después de veinte años de mi primera entrevista, en la misma casa, bajo el mismo retrato, rodeado de los mismos libros, Miguel Delibes seguía siendo el mismo pesimista con la misma vibrante ironía que, después de tantas novelas y tantos personajes, confesaba lo insoportablemente banales que podían ser los vivos en comparación con los muertos. «Al palpar la cercanía de la muerte –dice una de sus citas más conocidas–, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad». Al recibirnos en su casa hace apenas unos meses, todavía tenía el humor de darnos una ‘primicia’ periodística: durante años pensó que José María Pemán, el gran vate oficial del régimen franquista, le había robado la cartera en el curso de un viaje por Italia… Y un consejo, esta vez en serio: «No dejéis de trabajar por el campo». Y otro más: «Cuidad que no salgan tantas faltas de ortografía en el periódico».

Con el cuerpo maltrecho, don Miguel ha conservado hasta el último minuto la lucidez y la cabeza que siempre temió perder desde que sacó la hoja roja. «Los amigos me dicen con la mejor voluntad: que conserve usted la cabeza muchos años. ¿Qué cabeza? ¿La mía, la del viejo Eloy, la del señor Cayo, la de Pacífico Pérez, la de Menchu Sotillo? ¿Qué cabeza es la que debo conservar? (...) Antes que a conservar la cabeza muchos años a lo que debo aspirar ahora es a conservar la cabeza suficiente para darme cuenta de que estoy perdiendo la cabeza. Y en ese mismo instante frenar, detenerme al borde del abismo y no escribir una letra más», dijo también en la ceremonia del premio Cervantes. Por fortuna no fue así.

Ahora don Miguel se ha ido, y yo sólo puedo recordarle con la alegría con la que celebró con quienes hacíamos la revista ‘El Cobaya’ los sesenta años de la publicación de ‘La sombra del ciprés es alargada’. Saliendo con él del cementerio de Ávila, con la nieve purísima crujiendo bajo la suela de los zapatos, quiero recordar la frase con que se cierra ésta su primera novela: «Y por encima aún me quedaba Dios». Así sea.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Antonin Dvorák


Junto a Smetana, Dvorák es fundamental en la escuela nacionalista checa y en la época del nacionalismo posromántico.

Nació en Nelahozeves, junto al río Moldava, el 8 de septiembre 1841 y murió en Praga el 1 mayo 1904.
Primogénito en la numerosa familia de un posadero y carnicero, su propio padre le inició en la música.
Ingresó como violinista en la Orquesta Nacional Checa, dirigida por Smetana, y empezó a componer en serio, con un interés especial por la ópera. El primer éxito llegó el mismo año de su matrimonio, 1872, con el himno patriótico Los herederos de la montaña blanca.

Fue organista en la iglesia de S. Adalberto. Al solicitar del Estado austriaco una ayuda económica, las obras enviadas a Viena causaron tan buena impresión en el jurado que formaban el temido crítico Hanslick, Herbeck, director de la ópera Imperial y Brahms, que no sólo se le concedieron 400 florines durante cinco años, sino que se le abrió el mundo musical europeo, gracias a la influencia de Hanslick y sobre todo de Brahms, quien le presentó al editor Simrock y a Hans ven Bülow, que dirigió sus obras.

El Stabat Mater, compuesto en 1876 bajo la impresión de la muerte de tres de sus hijos en dos años, le consagró definitivamente. Lejos ya de las primeras influencias, alcanza su verdadero estilo, fundado tanto en los aires populares de su tierra como en el influjo de su admirado Brahms. Su popularidad fue aumentando. Era buen director y presentaba sus propias obras con éxito. Hizo nueve giras por Inglaterra donde, en 1891, la Universidad de Cambridge le nombró doctor honoris causa. Triunfó en Rusia con el apoyo de Chaikovski y en Alemania le popularizaron Bülow y Richter.

En 1892 fue a Nueva York como director del Conservatorio, pero a los tres años la nostalgia le hizo volver a Praga, donde fue profesor y director del Conservatorio, y el primer músico que perteneció al Parlamento austriaco. Cuando murió había recibido todos los honores posibles y era considerado como una gloria nacional. A pesar de ello, él siempre se creyó «un humilde músico bohemio», que se sentía feliz cuidando el jardín y las palomas en su pequeña finca campestre, y siempre con sus ingenuas aficiones infantiles, como su manía por las locomotoras, sustituida en Nueva York por la de los barcos.

Sus obras más difundidas son las relacionadas con su estancia en América: la Sinfonía en Mi menor (1893), llamada por el propio autor Del Nuevo Mundo, el Cuarteto negro en Fa mayor (1893) y el Concierto para violoncelo, terminado ya en Praga. Escribió que nunca había utilizado propiamente temas americanos, pero que, sin América, la sinfonía y el cuarteto no hubieran nacido.

Compuso diez óperas; la más conocida es Rusalka (1900). Oratorios y cantatas, poemas sinfónicos, oberturas, entre las que destaca Carnaval (1891), las Danzas eslavas (1878), escritas gracias al enorme éxito de las Danzas húngaras de Brahms, diversas obras sinfónicas, un Concierto para piano en Sol menor (1876), un Concierto para violín en La menor (1879), y el citado para violoncelo (1895).

La ordenación y numeración definitiva de sus nueve sinfonías se ha establecido hace poco tiempo. La Del Nuevo Mundo es ahora la novena. También es muy escuchada la Octava en Sol mayor (1889), antigua cuarta. En su numerosa obra de cámara destaca, además del Cuarteto negro, el Trío Dumky (1890). Son muy populares algunas páginas breves.

domingo, 7 de marzo de 2010

In the mood for love


Deseando amar (2000) es como se ha traducido en España esta película de Wong Kar-Wai (Hon Kong). De una belleza visual inefable, no deja de ser una historia más de infidelidad y pasión que se mueve entre la irrealidad y el deseo.
Entonces, ¿que la hace distinta?. El ritmo; la cadencia de los tiempos; la fotografía; la ausencia de palabras cuando las miradas, los gestos y los silencios hablan. Y una banda sonora que no podía haber sido mejor elegida. Soberbio Michael Galasso con el tema principal: "Yumehi's theme".

Claude Debussy

Claude Debussy nace en Saint-Germain-en-Laye, cerca de París, en 1862 y muere en París en 1918. Hijo de un matrimonio muy modesto y totalmente ajeno a la música.
Sus precoces dotes musicales llamaron la atención de Mme. Mauté de Fleurville (antigua alumna de Chopin y suegra de Verlaine), quien le hizo ingresar en el Conservatorio de París (1873), donde fueron sus principales maestros Marmontel, Lavignac, Guiraud y Massenet, a quienes irritaban y seducían al mismo tiempo las dotes anticonformistas y antiacadémicas del muchacho. Para ganarse la vida entra como pianista al servicio de Nadjeda von Meck, con quien viaja por toda Europa; así es como experimenta sus dos primeros y grandes choques: la música de Musorgski y la de Wagner. Acaba sus estudios en el Conservatorio en 1884 con un Gran Premio de Roma.
Durante la Exposición Universal de París, en 1889, oye las músicas javanesa y annamita, que son para él una revelación. A partir de entonces, el genio de Debussy inauguraría esa especie de orientalización de la música occidental que será una de las características del siglo XX.

Su primera gran obra original data de 1894, Preludio a la siesta de un fauno de Mallarmé; éste es el nacimiento de la música moderna, con cuanto comporta de libertad de forma y de novedad en el empleo de los timbres. Desde ese momento su vida es la propia de un burgués acomodado, sobre todo después de su matrimonio con una mujer de la sociedad parisiense, Emma Bardac.

De 1896 a 1902 trabaja en la composición de Peleas y Melisanda, obra estrenada en la ópera Cómica, la que suscitó un verdadero escándalo por su tema (Maeterlinck) y por el hecho de que en ella rompía Debussy con los tradicionales convencionalismos del bel canto.

Durante el periodo 1902-08 produce sus primeras obras importantes para piano, en las que rompe con la plástica tradicional del juego pianístico y crea una escritura basada en estructuras rítmicas y sonoras irracionales.

Entre 1905 y 1913 prosigue su evolución orquestal (libertad de forma, alquimia de los timbres, refinada complejidad de la armonía), que culmina en los Juegos, obra profética de la música actual. En su último periodo, D. rompe ya todos los lazos con la estética simbolista y se eleva hacia la música pura (tres sonatas, Estudios para piano, Blanco y Negro).

Desde 1910 padecía de un cáncer de evolución lenta que acabó por producirle la muerte.

La verdadera significación de su arte ha sido objeto, durante largo tiempo, de un malentendido, debido a sus aduladores, que no veían la verdadera novedad, ni juzgaban más que partiendo de conceptos todavía románticos. Ellos fueron quienes le clasificaron como músico impresionista y músico francés. Pero su arte, en constante renovación, escapa a todo encasillamiento. Es indudable que el compositor fue un patriota durante la guerra franco-alemana y que su música revela gran claridad y concisión, lo que es muy francés. Pero Debussy es el primer músico del mundo que al salir de la crisis nacionalista del romanticismo encontró un arte verdaderamente universal, como lo era la música antes del siglo XIX.

En cuanto a la etiqueta de impresionista, provenía de la impresión de vaguedad e imprecisión que daban las novedades de su armonía, de su rítmica, de su instrumentación y de sus formas, que rompían con las normas tradicionales. Si algún movimiento extra-musical ha repercutido momentáneamente en Debussy, no es el impresionismo de Claude Monet, sino el simbolismo de Mallarmé, con todos sus refinamientos estilo 1900. Desde este punto de vista, obras como Preludio a la siesta de un fauno, El mar, Nocturnos, Imágenes, son, en cierto grado, simbolistas. Con mayor motivo Peleas y Melisanda, puesto que Debussy se propuso encontrar una equivalencia sonora al marcado simbolismo de Maeterlinck.

Pero si se desea buscar a toda costa una equivalencia pictórica del arte de Debussy, puede hallarse en Cézanne.


No es, desde luego, una equivalencia de sensibilidad, sino un parentesco entre concepciones arquitectónicas comparables; hoy es evidente que las Montagnes Sainte Victoire, las Baignades o las Pommes de Cézanne, con sus juegos de estructuras casi pre-cubistas, tienen una semejanza con los juegos de estructuras musicales en los que fundamentó Debussy su sintaxis por exigencias de libertad y para huir de los patrones tradicionales.

Antes de él, los músicos se contentaban con estructuras prefabricadas del género forma-sonata, formalied, obertura, etc., que servían para todo. El espíritu debussysta no puede ceñirse a estos encuadres y quiere hallar una forma enteramente nueva y adecuada al tema que trata; de ahí la creación de esos juegos de estructuras nuevas, juegos que son de por sí creadores de nuevos equilibrios musicales. Por esto puede considerarse Debussy tan alejado del arte germánico (del mismo modo que lo estaba de la Escuela de Vincent d'Indy), ya que el arte alemán de finales del romanticismo apuntaba hacia un gran academicismo formal. Y Debussy era lo contrario de un académico; para él no hay normas prefijadas; él persigue su sueño sonoro y lo traduce con medios técnicos que va inventando sobre la marcha. De ahí esa libertad, característica esencial de su genio que hizo imperar todos los terrenos que pisó.

En el terreno sinfónico, desde el Preludio a la siesta de un fauno hasta los juegos, no deja de suavizar la forma, de emancipar la armonía y la instrumentación, de dar nuevas dimensiones a la melodía y a la rítmica. Escapa de eso que él llamaba «la ciencia del castor». Asimismo, en el terreno pianístico, desde Estampas, Máscaras y Children's corner, hasta los últimos Preludios y los Estudios, prescinde de toda fórmula digital proveniente del s. XIX y encuentra la figuración que exige la nueva armonía.

En fin, respecto al teatro lírico, Peleas y Melisanda prosigue la búsqueda de su, insignes antecesores (Monteverdi, Lully, Rameau, Wagner y Musorgski), es decir, se esfuerza por encontrar una prosodia lo más ajustada posible a la lengua hablada, abandonando los artificios de virtuosismo del bel canto.

sábado, 6 de marzo de 2010

La voz

Hace 70 años que Frank Sinatra comenzase a cantar y ser conocido por el gran público.
No sabría decir cual de sus canciones me gusta más, pero este dúo con Jobim no me canso de escucharlo.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Cortos animados

Tengo debilidad por los corts de Pixar. El último que he descubierto es este que pongo a continuación.

¿Quién no querría tener un matrimonio así?

Alma, es un corto delicioso. El autor es el granadino Rodrigo Blaas, que lleva años trabajando para la factoría Pixar.

¡Qué lo disfrutéis!

martes, 2 de marzo de 2010

No se lo digas a Alfred

La tormenta perfecta. Así han denominado estos días desapacibles los "chicos del tiempo". Y así ha sido, perfecta para acurrucarse en el sillón orejero y dedicar tiempo a la torre de libros que esperan ansiosos en una mesita ser utilizados por alguien.

Como tenía ganas de deconectar mi mente y pasar un buen rato, leí No se lo digas a Alfred. Novela divertidísima, sin más pretensiones. Fanny, la protagonista principal, es una inglesa que junto a su marido Alfred abandonan su rutinaria vida universitaria en Oxford y se instalan en el París del comienzo de la guerra fría, ya que Alfred ha sido nombrado embajador del Reino Unido en Francia.
Fanny manejará con el mayor acierto posible innumerables situaciones rocambolescas que tienen lugar en la sede de la embajada. Diferencias generacionales, diferencias Francia- Inglaterra son "toreadas" con sentido del humor. La vida de la nueva embajadora en París y todos sus allegados será de todo, menos aburrida.

La autora es Nancy Mitford, aristócrata nacida en Londres a comienzos del siglo XX, e instalada en París desde muy joven. Nadie como ella para retratar en sus novelas los entresijos de las clases altas inglesas y francesas.

Si queréis descansar leyendo, no os  perdáis esta deliciosa novela.

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lunes, 1 de marzo de 2010

Dos siglos de Chopin

Si alguien hubiese dicho al pianista polaco que 200 años después de su nacimiento sería recordado como uno de los grandes de la historia de la música, no lo hubiese creído.

Decir Chopin, es decir piano, invitablemente. Melancolía, tristeza y dolor fueron plasmados en  cada una se sus pequeñas composiciones. 
En Mallorca, donde vivió con George Sand, compuso sus famosos preludios.
Pero dejemos que sea Sand quién describa su estado durante el "proceso creativo":

“El pobre genio era detestable como enfermo. Lo que yo había temido, aunque no demasiado, desdichadamente sucedió. Se desmoralizó del todo. Aunque era capaz de soportar el sufrimiento con bastante valor, no podía vencer los terrores de su imaginación, para él el claustro estaba poblado de fantasmas, hasta cuando se sentía bien. No decía nada, pero yo me daba cuenta. Cuando regresaba con mis hijos de mis exploraciones nocturnas por las ruinas, lo encontraba a las diez de la noche delante de su piano, pálido, con los ojos extraviados y los cabellos revueltos. Necesitaba unos minutos para reconocernos.
Enseguida hacía un esfuerzo para sonreír, y nos hacía escuchar las cosas sublimes que había compuesto, o, mejor dicho, las ideas terribles o desgarrantes que se habían apoderado de él, a pesar suyo, en esa hora de soledad, de tristeza y de terror".
(Historie de ma vie)