Miguel Delibes, maestro de la narrativa del siglo XX, creador de la escuela española del periodismo actual y sabio del alma castellana ha fallecido esta mañana a los 89 años en su casa y rodeado de los suyos. Deja un legado impagable como fabulador, cronista, rescatador y notario de la lengua.
Carlos Aganzo, Director de EL NORTE DE CASTILLA. Valladolid
Vio crecer al Mochuelo y al Nini; salió al campo con Lorenzo el cazador; sintió de cerca el pálpito vital del viejo Eloy, del señor Cayo, de Pacífico Pérez, de Gervasio García de la Lastra… Hasta que se encontró el paquete de tabaco con su propia hoja roja. Entonces terminó ‘El hereje’, el libro que le debía a su ciudad de Valladolid, y dejó de escribir. Pero sus personajes lo siguieron acompañando siempre. «Ellos –reconoció en su discurso de recepción del premio Cervantes– eran los que evolucionaban y, sin embargo, el que cumplía años era yo. Hasta que un buen día, al levantar los ojos de las cuartillas y mirarme al espejo me di cuenta de que era un viejo».
Ahora que se ha ido, se puede decir bien alto y bien fuerte que lo único que no le ha dado la vida literaria a Miguel Delibes es el premio Nobel de Literatura. Y eso a pesar de que sus novelas han llevado más lejos que las de ningún otro escritor de su tiempo la rotunda belleza de la lengua castellana. Él fue el primero en demostrar que se puede mirar el mundo de tú a tú sin tener que salir de la tierra propia. El ejemplo mayor de hasta qué punto lo universal termina siendo lo local pero sin puertas. Llevó una vida de ficción muy real, y ha sabido mantener hasta el último día de su vida la dignidad aleccionadora de los grandes escritores.
Decir Miguel Delibes es decir narrativa en lengua castellana, pero también es decir periodismo de altura. Si El Norte de Castilla no puede entenderse sin Miguel Delibes, Miguel Delibes no puede entenderse sin El Norte de Castilla. Su talante cultural no sólo ha marcado a generaciones de periodistas, sino que ha servido para ilustrar de manera perenne la grandeza de un oficio que tanto más se ha equivocado cuanto más ha tenido la tentación de alejarse de las que son sus verdaderas esencias literarias.
El retrato, empero, no quedaría completo si no recordamos también el carácter precursor de Miguel Delibes como defensor de la Naturaleza. Con «Un mundo que agoniza», pero también con todas y cada una de sus novelas ‘al aire libre’, el escritor fue elaborando el impresionante certificado de defunción de toda una cultura: el final de la vida en el campo, de los ciclos de las cosechas, de la estrecha convivencia del hombre con los animales…, pero también el final de tantas y tantas palabras de nuestra lengua castellana nacidas del sudor, el miedo, el esfuerzo y las esperanzas de los hombres del campo. Toda una civilización milenaria que quedó grabada con letras de imprenta en su inmensa obra narrativa.
Y, por supuesto, la persona. Cuando le he vuelto a ver, después de veinte años de mi primera entrevista, en la misma casa, bajo el mismo retrato, rodeado de los mismos libros, Miguel Delibes seguía siendo el mismo pesimista con la misma vibrante ironía que, después de tantas novelas y tantos personajes, confesaba lo insoportablemente banales que podían ser los vivos en comparación con los muertos. «Al palpar la cercanía de la muerte –dice una de sus citas más conocidas–, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad». Al recibirnos en su casa hace apenas unos meses, todavía tenía el humor de darnos una ‘primicia’ periodística: durante años pensó que José María Pemán, el gran vate oficial del régimen franquista, le había robado la cartera en el curso de un viaje por Italia… Y un consejo, esta vez en serio: «No dejéis de trabajar por el campo». Y otro más: «Cuidad que no salgan tantas faltas de ortografía en el periódico».
Con el cuerpo maltrecho, don Miguel ha conservado hasta el último minuto la lucidez y la cabeza que siempre temió perder desde que sacó la hoja roja. «Los amigos me dicen con la mejor voluntad: que conserve usted la cabeza muchos años. ¿Qué cabeza? ¿La mía, la del viejo Eloy, la del señor Cayo, la de Pacífico Pérez, la de Menchu Sotillo? ¿Qué cabeza es la que debo conservar? (...) Antes que a conservar la cabeza muchos años a lo que debo aspirar ahora es a conservar la cabeza suficiente para darme cuenta de que estoy perdiendo la cabeza. Y en ese mismo instante frenar, detenerme al borde del abismo y no escribir una letra más», dijo también en la ceremonia del premio Cervantes. Por fortuna no fue así.
Ahora don Miguel se ha ido, y yo sólo puedo recordarle con la alegría con la que celebró con quienes hacíamos la revista ‘El Cobaya’ los sesenta años de la publicación de ‘La sombra del ciprés es alargada’. Saliendo con él del cementerio de Ávila, con la nieve purísima crujiendo bajo la suela de los zapatos, quiero recordar la frase con que se cierra ésta su primera novela: «Y por encima aún me quedaba Dios». Así sea.
No conoczco su obra, pero es importante tu recuerdo y reconocimiento hacia (segun lo muestras) ha dejado un importante legado. Saludos.
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