Por Salvador de Madariaga
Capítulo del libro que el ilustre polígrafo, diplomático, historiador, Salvador de Madariaga (+1978) editó en 1951, titulado Bosquejo de Europa (Editorial Hermes, México, 1951). Ahora, a más de medio siglo de distancia, resulta muy curioso leer. Más que sus ideas políticas -un tanto embarulladas- nos interesa su faceta de escritor brillante. Madariaga fue –entre otras muchas cosas- profesor de Literatura en Oxford, creador de parábolas alegóricas llenas de sentido antropológico, histórico y poético, con sugerencias de gran belleza e interés y, por supuesto, con los límites inherentes a este género literario. Se lee con gran placer, como ésta que aquí reproducimos.
El hombre es un árbol que se ha metido en el tronco las raíces y la tierra y ha echado a andar; que no es mero capricho de la lengua el llamar tronco a la parte unitaria y central del cuerpo. Hasta aquí lo meramente vegetativo. Pero el hombre es también un árbol en lo espiritual, si bien esto requiera una contemplación más atenta de esa maravilla de la naturaleza que es un árbol.
Hay sin duda gentes realistas (gentes, dicho sea de paso, que ni por asomo sospechan lo que es la realidad) que negarán que un árbol sea espíritu. Bueno será que lo mediten bien; porque, en la realidad de verdad, los árboles, como los seres humanos, poseen carácter; y, precisamente como los seres humanos, carácter a la vez colectivo e individual.
El carácter colectivo de los árboles resalta tan claro que define la especie a nuestra intención de modo quizá más concreto y desde luego más inmediato que sus rasgos biológicos la definen al intelecto. Pocas personas, fuera de los especialistas, distinguen las especies arbóreas por las características específicas de Linneo; cualquier hijo de vecino es capaz de apuntar con el dedo la encina o el pino. ¿Cómo negar que el sauce, el álamo, el roble y el ciprés expresan "humores" o estados de ánimo de DiosPoeta tan claramente como Pedro Crespo, Segismundo, Hámlet o Don Quijote expresan estados de ánimo de Calderón, Shakespeare y Cervantes? Esta facultad, este poder de determinar en nosotros estados de ánimo claros y concretos reside en el árbol como individuo de su especie y, por lo tanto, define el carácter de su especie, es decir su carácter colectivo.
Pero, además de este carácter de especie (que semeja al carácter nacional en los humanos), los ár boles poseen también un carácter individual. Hay en todos los sauces algo de común, y que tiende a evocar en todos nosotros la misma reacción; pero con todo, va mucho de sauce o sauce, de roble a roble, de ciprés a ciprés; de modo que, para el observador receptivo, cada árbol lleva en su tronco, ramas, follaje, raíces visibles, la estampa de un destino personal, el reflejo de sus circunstancias y ambiente, y hasta un no sé qué que parece decir si es feliz o desgraciado. Esto, a su vez, semeja al carácter individual o personal que cada uno posee dentro de su carácter nacional.
Así, pues, al hacer ante el hombre el vistoso alarde de su incomparable riqueza arbórea, el Espíritu que da vida a todas las cosas nos da a entender que el hombre no ha de tomar los árboles por mera bambolla decorativa del teatro en que se cree primer actor (y aun director a veces); sino que, por el contrario, existe entre los hombres y los árboles honda fraternidad que los hombres deben contemplar y considerar atentamente.
Ahora bien, la estructura del árbol comprende tres partes: las raíces, el tronco y las ramas. Cada una de estas tres partes tiene su función propia. Con vigor impresionante, las raíces se adentran en la tierra, de cuyo fondo oscuro extraen alimento para mantener la vida de todo el árbol. En la selva, las raíces de los árboles que crecen juntos pronto entretejen un mundo soterraño común, pluralidad de pluralidades que labora en oscura anonimidad para los troncos y follajes que la luz y el aire bañan.
De esta pluralidad oscura hundida en el secreto de la tierra surge hacia el aire, la luz y los cielos azules, la unidad robusta del tronco. Nada de anonimidad; de oscuridad, de pluralidad. El tronco se afirma a sí mismo en individualidad inconfundible; vy tan singular que sin darse cuenta asume y hasta usurpa la representación de todo el árbol, de modo que el que no para mientes cae fácilmente en el error de tomar raíces y ramas por meros accidentes, apéndices o desarrollos del tronco. El tronco es la columna de la fuerza del árbol, la personificación de su individualidad. La voluntad paciente y resuelta del tallo lo hace crecer siempre en la prolongación del radio de la tierra, es decir, según la vía más directa hacia el cenit, símbolo maravilloso de la ambición humana. Gracias a esa voluntad vegetal que no se deja engañar ni distraer de la vertical por los declives del terreno, el tronco conquista al árbol un lugar en la tierra, y lo eleva hasta el aire y al sol.
Pero, ¿para qué serviría toda esta unidad si no volviera a dividirse y diversificarse en el follaje" Y así el árbol refleja en el aire y la luz, hacia el cielo, el diseño que en las raíces había realizado hacia el centro de la tierra. El árbol es pues una concepción, en cierto modo simétrica: en su centro es individualizado, unitario, personal; hacia abajo y hacia arriba se abre en ramas de diversidad que disuelven la unidad del tronco en la oscura anonimidad de la tierra y en la luminosa anonimidad del aire diáfano y del cielo azul.
¡Qué humano es todo estol Parece como si la naturaleza repitiera las palabras arriba estampadas: "El hombre es un árbol que se ha metido en el tronco las raíces y la tierra y ha echado a andar." Y, como el árbol, el hombre es simétrico, si bien tan sólo en su estructura psíquica: en el centro, el tronco robusto y vertical de su ser o su "sí" individual y unitario; hacia abajo y hacia arriba, ramas de diversidad que lo disuelven en el pasado anónimo y común de la sangre ancestral; y en el cielo diáfano y universal del espíritu.
El follaje de los árboles es el laboratorio natural en que se realiza el milagro más maravilloso de la vida el milagro constante sobre el que toda vida en la tierra reposa: la transmutación de la energía solar en energía química que a su vez transmuta al óxido carbónico en azúcar. Así pues la voluntad rectilínea de toda la planta desde sus tiempos más primitivos de mera simiente en buscar por el camino más corto la luz del sol, tiene por causa esta misteriosa facultad de la hoja que transmuta la luz en sustancia aprovechable para el tejido vegetal. Y aquí también vislumbramos una armonía natural entre el árbol y la psique humana; pues también el hombre, sustentado por raíces oscuras en una tierra ancestral, sobre la cual eleva su tronco de individuo consciente y voluntario, busca de instinto cómo diversificarse en follaje de intuición que aumente su contacto con la luz celeste para mejor absorberla e iluminar mejor su espíritu.
Ya Bernal Díaz, un gran intuitivo, hablaba de un compañero que tenía "un ramo de locura". El aura de los santos es mera estilización de un follaje invisible pero real que el hombre lleva en torno a la cabeza; los cuernos de marido engañado, símbolo universal, son también percepción popular directa de esta realidad supra cefálica del hombre, ¿y cómo no darse cuenta de su vigor al contemplar cómo sombreros, salidos idénticos de la tienda, toman un aire distinto según la cabeza que los arbora?
Porque el sombrero es, de todas las prendas, la más plástica al espíritu. El follaje espiritual del hombre se expresa en el sombrero de modo maravilloso. ¿Para qué comentar este hecho aludiendo y glosando sombreros de mujeres?
El tema sería demasiado fácil y trillado. Me limitaré a contar el cuento de la mujer de un clergyman inglés que, deseando comprarse un sombrero parisién, aunque dentro de los límites que le imponía la profesión de su marido, explicó: Je voudrais un chapean tres chaste: e"est pour la f emme d"un curé...
Chaste , decía, y con razón, porque hay sombreros castos, como los hay frívolos y hasta obscenos. Pero erraba en imaginar que la castidad o el descaro del sombrero se compran en la tienda; no, en materia de sombreros los rasgos morales vienen de la cabeza que lo lleva. Póngase un cordobés a una puritana, y vencerá lo puritano de la cabeza a lo flamenco del chapeo; mientras que una mujer de rompe y rasga es capaz de enardecer a toda una plaza de toros con un tricornio de guardia civil.
Y no hablemos de los sombreros de hombre. El universal "homburgo", que ha desterrado al hongo que había desterrado a la chistera, toma el espíritu de quien lo lleva con maravillosa plasticidad. El manirroto y el avaro, el noble y el plebeyo, el de grandes miras y el minucioso, el burgués y el bohemio, el financiero y el artista, todas las modalidades del ser humano se expresan en la forma y el aire que un mismo sombrero toma al cabo de unas semanas o hasta días. Póngase uno de estos sombreros a un musulmán y se hace turbante, a un japonés y se torna toca de samurai.
EUROPA COMO INTELECTO Y VOLUNTAD
Europa fue antaño una vasta selva; y, aun hoy, el que la mira de lo alto de un avión se apercibe de lo mucho que queda de la floresta original, tanto que la Europa humana, la de las ciudades, pueblos, caseríos, y caminos que los entretejen, viene a ser apenas como una calvicie incipiente en el bosque único que cubre el continente.
Nada pues de extraño que esta Europa humana que vive en el seno de la Europa selvática se presente a la imaginación como una selva de árboles...
He leído esta entrada con inmenso placer. Y me has sacado una carcajada estupenda... vamos, que nos has regalado una entrada completa... ;))
ResponderEliminarY además me quedo con esta frase:
"...también el hombre, sustentado por raíces oscuras en una tierra ancestral, sobre la cual eleva su tronco de individuo consciente y voluntario, busca de instinto cómo diversificarse en follaje de intuición que aumente su contacto con la luz celeste para mejor absorberla e iluminar mejor su espíritu."
No he leído a Madariaga, bueno miento, si he leído algo, de historia, pero muy poquito. Y me has dejado aquí el gusanillo...
Un abrazo.